Jueves, 1 de noviembre de 2012 | Hoy
Por Jorge Isaías
A veces viene una alegría que no se bien qué es, pero se pasa pronto. Siquiera un vientito que airea aquellos penachitos que tienen muy alto los álamos carolina, pero a lo mejor es el recuerdo, craso, simple, al que cualquier hombre tiene derecho.
Yo no tuve cama hasta que pude comprármela, pero dormí diecisiete años en la cama de hierro que era de mi padre y que le había comprado a Antonio Frontera, cuando aún él, mi viejo, era soltero. Una de las camas que aún queda en la casa paterna es ésa. Claro sin el elástico que fue comido por el óxido de los años sucesivos por los orines de mi primera niñez y por el mero tiempo. Tampoco quedan los respaldares de hierro. Pero no deja de ser una cama que tuvo que ver con aquella, cuya historia. Se pierde en la historia familiar tan pequeñísima.
Don Antonio Frontera tenía la única bicicletería del pueblo, en la esquina muy estratégica donde nos arracimábamos los pibes a mirar esas deseadas bicicletas que nuestros padres nunca nos podrían comprar. Esa casa ya no existe y ese local siempre iluminado de noche, tampoco. Ahora Juan Carlos Marinozzi tiene su supermercado, porque hasta allí llegó el progreso.
Las bicicletas, ya cuando nos empezamos a ganar el peso nos las compramos nosotros. Por eso la mayoría aprendió a andar en ellas salidos de la primaria, cuando vimos rodar las primeras monedas.
Eran los tiempos en que aparecían otros intereses y se mutaban las bolitas, los trompos y las figuritas, por las revistas de historietas y la rutina del atardecer a la biblioteca del club y con sólo traspasar un par de puertas estábamos en el reino de los mayores: el bar con sus mesas de billares donde también se jugaba al casín. El pool sería muy posterior y yo, a fuerza de sinceridad, nunca lo jugué.
De todos modos en ese tiempo había muchos mayores que jugaban muy bien y que era un espectáculo verlos. Así que nuestras posibilidades de tocar un taco eran remotas. Sí teníamos más acceso a la pieza de ajedrez o los naipes. Pero sólo para el truco porque al chinchón se jugaba por plata y en esos tiempos remotos y casi limpios los juegos de azar -traían redadas policiales- que en sí misma completarían un tono con sus anécdotas y sus picarescas. Como cuando el Triaca saltó una noche una ventana del club y se pasó a la casa de un vecino y se metió en la cama con el consiguiente permiso y al llegar los agentes lo encontraron con gripe. Es lo que se cuenta todavía en el pueblo. Conociendo al personaje uno puede creer en la veracidad de tal anécdota.
En la planta alta del club había unos boxes que en determinadas noches se jugaba fuerte. Eran tan secretas al principio como una reunión de carbonarios, pero luego debían emigrar a otros clubes, a otros pueblos y a alguna chacra que era prestada por el dueño. Con tan interesante juego como el del monte se corría el riesgo de ir preso. Algo de adrenalina habrá corrido y cómo. De todos modos a mí los juegos de azar nunca me interesaron, no me llamaban la atención sino para enterarme de los desbandes que se armaban cuando caían los uniformados y los contertulios ganaban los campos de trigo o de maíz donde a veces pasaban el resto de la noche. O en el corral techado de las ovejas, o refugiados a la vera de una inmensa parva que de día protegía a los gorriones.
Esto que estoy tratando de narrar son los rescoldos que quedan de las brasas de otro tiempo.
Otro tiempo que tuvo aristas no exentas de lejana simpatía o recuerdo amable en el fragor de los años sucesivos.
Porque en verdad la mayoría de los habitantes de ese pequeño lugar todavía tenía una nutrida colonia afincada a la tierra y a las tareas agrícolas, con muy poco espacio para la diversión que era no bien mirada por los mayores. Aquellos sufridos inmigrantes que cruzaron el mar sabiendo que cualquier sacrificio valía más que el hambre de la guerra de la que recién salían.
Yo recuerdo a mi abuela y sus hermanas que no había superado el trauma de los aviones y cuando alguno de ellos, muy pequeño y en tareas civiles, cruzaban pacíficamente el cielo, ellas se metían en las casas hasta que el ruido pasara. No podían entender que ahora vivían en un país pacífico o el miedo era más grande.
Esos pequeños avioncitos que alguna vez cruzaron la formación marcial de las gaviotas blancas sobre un fondo celeste a morir, con mucho trigo amarillo por debajo.
Que se parecía a un mar, decía mi padre.
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina | Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux.