Lunes, 3 de diciembre de 2012 | Hoy
Por Dahiana Belfiori
"Vos maquillás tus ojos para que no se te vea la tristeza", le dijo Laura por mensaje de texto a ese amor que esperaba temblando sus señales, iniciando algo que ninguna de las dos podía entender. O quizás sí, pero que todavía no hallaba las palabras adecuadas, certeras. ¿Las habría? La respuesta de Ana fue una vibración en el cuerpo, que tampoco pudo traducir pero que intentó explicarle, balbuceando un "maquillo mis ojos para ocultarme a mí misma mi propia tristeza".
Luego de enviarle el mensaje, Ana se quedó pensando; sintiendo. No recordaba que otra persona hubiera podido captar con tanto tino algo tan obvio. Tan obvio que ni ella lo había percibido. Ana pensó en sus máscaras; en el maquillaje como un disfraz cotidiano que la anclaba a una tierra conocida. Volvió a rumiar en su memoria los besos de Laura en sus ojos maquillados, luego la lengua recorriendo sus labios, uno a uno, como desgarrando una ciruela madura, roja. Arriba, abajo, en círculo: circulaba la vida, carozo inasible. Y de allí a los ojos otra vez, ya sin maquillaje o en una mezcla de saliva dulce y cosméticos que se deshacía, se desarmaba en sus mejillas. Ana iba intuyendo que se desarmaba a la par del maquillaje. Los besos y los huesos pulsaban en silencio el movimiento lento, torpemente delicado de sus cuerpos en esa lluvia de noche. Noche de lluvia; que las hechizó por primera vez.
Mientras le escribía, Laura miraba las fotos que Ana colgaba en Facebook. Recorría imaginariamente su boca. A veces colocaba el dedo índice sobre la pantalla de la netbook, justo encima de la boca de Ana. La delineaba, como si estuviera quitando delicadamente una mancha de vino, o un dolor. Se hundía en esa boca. Laura conocía el rostro limpio de Ana. Sus labios como ciruelas, sus ojos como lagunas tibias. Saladas. Por eso entendía el maquillaje, por eso la entendía. Quizás Laura hubiera querido algo más simple. Algo menos intenso, algo que no comprometiera su entereza. Pero se descubría observando las fotos de Ana, deseándola como si nunca hubiera deseado y la atraía para sí con la fuerza del estómago. En ese nido que es oquedad, círculo, aleteo, ventana, precipicio, vuelo. Elegía perderse.
Esa noche ninguna de las dos se prometió nada. El maquillaje y la soledad les impedían proyectos. Ambas fueron felices. Fugazmente felices, como siempre que se es feliz: mientras llovía, Laura amontonaba soles en un canto inventado y susurrado al oído de Ana:
tibio
solcito
de otoño
en franjaluz acolchada, me cuenta
los muchos otoños
los otros otoños
que no fueron tuyos
aun así
fui feliz.
Lloraron, pero no de tristeza. Lloraron porque sí. Porque podían quererse. Porque no podían no quererse. Porque podían no quererse. Llorar porque sí es como reír porque sí, es un encuentro blando y violento con lo irracional. Eso que a veces sucede y que salva de la locura de no ser y de la rigidez de todo maquillaje. Lloraron porque se tenían, sin tenerse. Lloraron sin tristezas, sin maquillajes.
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