Miércoles, 10 de abril de 2013 | Hoy
Por Víctor Maini
Era el que más hablaba de todos nosotros. Parecía más grande, como si hubiera llorado lo necesario y en su debido momento. Mediador con los adultos. Ocurrente y divertido a la hora de los juegos. Equilibrado y medido en la crítica. Pero de lo que Néstor no hablaba era de su sentir profundo. Nunca contó lo que lloró cuando vio el mar por vez primera. Tampoco confesó cuando veía chorrear agua desde la luna cada vez que aparecía por detrás de las islas.
Menos aún detalló las distintas músicas que escuchaba según el viento. Creo que sabía que eran cosas imposibles de transmitir oralmente y que por lo tanto eran intransferibles, lo cual lo llevó a despreciar el dinero desde pibe, sabiendo que lo esencial no era mercancía que se podía comprar ni vender. En el único lugar en donde se descontrolaba era en el circo. Venían seguido al barrio. Acampaban detrás de la terminal de ómnibus y siempre nos ingeniábamos para conseguir entradas gratis. Tratábamos de sentarnos separados del resto de la gente porque sabíamos lo que iba a suceder. Al llegar el número de magia, se paraba y comenzaba a silbar al mago, lo insultaba e intentaba adivinarle los trucos en voz alta. En una matiné colmada de gente, un señor gordo de anteojos le pidió que se callara o que se fuera de la carpa. Lejos de obedecerle originó una discusión con el público en donde resaltaba que lo que hacía ese chanta era trampa, manipulación pura, que nada tenía que ver con la magia, que lo mágico estaba dentro de uno mismo, que no había que perderlo ni cambiarlo por sucias artimañas. El lunes era el día que más acudíamos a la pista, por ser el día de descanso.
Nos metíamos sin permiso, con la impunidad propia de la infancia, veíamos a los payasos tomando mate, le dábamos de comer al elefante, tratábamos de reconocer a la bailarina de la que estábamos enamorados, nos divertía ver camisetas diminutas de River y Boca colgadas, secándose al sol, perteneciente a los perros futbolistas y nos entristecía el final de un rey enjaulado, flaco y rodeado de moscas. Disfrutábamos del paseo hasta que Nestitor localizaba la casilla rodante perteneciente al mago, piedras, "venenitos" de paraísos o bolitas de barro eran las municiones con las que la atacaba. Tratábamos de escapar por calle Castellanos pero más de una vez tuvimos que saltar el tapial que daba a Santa Fe. Nunca faltaron estas anécdotas en las mesas de los primeros viernes de cada mes en las que nos solíamos reunir. El tiempo fue dilatando los encuentros, Mario cada tres o cuatro años se encarga de juntarnos, siempre para recibir algún año, nunca para despedirlo. Me costó distinguir su voz cansada, casi una voz falta de voz, aquella mañana que me llamó desde una cama del Hospital Alberdi.
Cuando acudí, estaba el médico a los pies de su lecho haciendo chistes, hablando en voz alta y haciendo desaparecer y aparecer su estetoscopio una y otra vez. Cuando se retiró, mi amigo me dijo con voz muy débil "mi vida está en manos de un idiota importante, ayer se vino con una nariz de payaso, quiere hacer reír, pero lo peor de todo, es que no deja de hacer trucos, justo a mí, vos podés creer". Su hija más chica, la más parecida a él, me hizo una seña para que nos alejáramos del paciente, tenía prohibido hablar. Ya en el pasillo me dio su diagnóstico, "a mí que no me vengan con cuentos, que un virus, que una infección o neumonía, mi viejo desde que se fue mi mamá se fue entregando despacio, le bajaron las defensas, antes, cuando no esperaba nada, podía ver lo fantástico, ahora, carente de magia, sin brillo, sólo espera la muerte". Confieso que me fui de la ciudad por cuestiones laborales con el peor de los pronósticos. Al volver, después de veinte días pude ver un cuadro completamente distinto. Al enfermo en plena recuperación, sentado en la cama, con la misma sonrisa de felicidad que tenía después de saltar aquel tapial.
"Me equivoqué con el médico, era un fenómeno al final", fue lo primero que me dijo con su voz recuperada. "Mañana vuelvo a casa y lo primero que voy a hacer es un asado para toda la barra", agregó. Lo encontré al doctor en la sala cuatro, mostrando sus habilidades en globología. Me reconoció enseguida y me confesó la gravedad del caso, por suerte se había dado cuenta a tiempo y le había podido cambiar el tratamiento. "¿Alguna droga nueva, doctor?", lo interpelé. "No, para nada, la medicación sigue siendo la misma, es más, le bajé la dosis en alguna pastilla, me refiero a la terapia, los trucos eran contraproducentes, su amigo es un puro, tuve que aplicar magia directamente y sin anestesia". Cuando le pregunté cómo había hecho, me estrechó su mano a modo de despedida y me dijo: "muy fácil, comencé a leerle poemas de amor".
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