Miércoles, 24 de abril de 2013 | Hoy
Por Marina Maggi y Pablo Serr
I
El hombre reza junto a la cama. Mientras, la fiebre de la mujer se vuelve música, la blanca música del tiempo.
Una casa en el campo, con su viento y sus árboles; el sol, gran promesa de olvido, hiriéndoles los ojos a través de la ventana.
Ella despierta mientras él duerme en la silla, con su vieja cabeza apoyada contra la pared. El infinito ilumina torpemente sus frentes. Es la hora de la canción, su petición de olvido. La habitación, íntima intemperie; afuera, el despliegue solemne de auténticos relámpagos de sol: la vasta bendición pululante se recoge en livianos aullidos de dolor.
Son los meses de la agonía, sus días de santidad y amnesia: dos cuerpos inventando juntos, con humildad, como si fuese sin querer, una ausencia. Una ausencia digna, sólida, profunda; una ausencia límpida, armoniosa y frugal. Una ausencia perfecta, casi inconfesable.
Habían caminado los caminos de tierra, habían acariciado las cortezas de los árboles y olido sus frutos, recordándose entonces animales sagrados. Habían bebido agua del sabio pozo, habían sentido la caricia salvaje de la lluvia. Se habían acompañado hasta el umbral, habían comprendido juntos la esencia del silencio. Ahora se separaban, aprendían a desconocerse poco a poco. En el temblor último de la sangre, podían nombrarse mutuamente, alegres, con orgullo.
Su juventud juntos había sido una miel milagrosa.
II
El viento es la muerte misma y al mismo tiempo una promesa: la eterna promesa de vivir. La certeza de una segunda juventud, más joven aún que la primera, palpitando entre las ramas de los árboles. En el fondo del aljibe, en un círculo sin tiempo, las hojas finalmente en paz se reconocen.
No le negaría luz la noche al alma. Duerme, azul en sus recuerdos, la luna entre dos nubes. Olvidó cerrar las cortinas. Puede oírlo reír y ella ríe también, ambos temblando de felicidad bajo el arco desnudo, blanco, sin rostro, de algún sueño. Ese gesto lo recuerda ella también: el desgastado espesor de los párpados, la lentitud ceremoniosa de sus manos.
Volvió a sentir en el pasillo, como si se tratase de piedras cayendo de otra vida, su andar de soldado triste y dulce, su ritmo acompasado, y supo -—y allí acabó la noche: aquella lágrima primera a todo arrancó un destello-— que era ése (melodioso trino desvelado) su verdadero reencuentro, aquel "volverse a ver" del que tanto le había hablado su madre, la mujer bajo la almohada.
Antes de quedarse dormida, la antesala del sueño: aquella escena ensimismada, cerrada sobre sí, absuelta ante el gran peso del recuerdo selecto, monumental, primigenio, padre al fin de espectros vástagos, lengua muerta del corazón. Allí a lo lejos la ve, envuelta en sus entrañas, como disuelta, igual que un río o un bosque. Ese frío la recorre, la vuelca como un cáliz sobre el jardín cansado. Desgreñado en maleza, el profundo azul del horizonte, que imanta con su aureola de trueno el croar de las ranas (arruinada rareza inútil y profana), recorta en lágrimas de fuego inconsolable la redondez inconclusa (entrecortado infinito) de su párpado abierto.
Vastísima oscuridad sin desvelo, remolino inocente, su madre está inclinada arrancando las hierbas despreciadas de la tierra. La nebulosa procesión de la vida se oye por doquier: vacas y ovejas pastando en escrupulosos rincones, copas atrincheradas removiéndose inquietas, algún grito de niño cuajando el aire con su cuchillo de tibieza incorruptible. Tan sólo lo perdido puede ser recordado. Su madre fue una brecha, una grieta anhelante, impremeditada en la memoria, una lengua incandescente aguijoneando todo silencio posible. Hiriendo el paisaje con su más amable pincelada, la mano de la mujer rebusca y se extravía entre la hierba inconmovible.
¿Hace cuánto ahora que no se ven? ¿Exactamente cuánto tiempo pasó de ayer a hoy? Difíciles de apresar los rostros que navegan por el tiempo. El animal sufre sin descanso y es arrastrado por la corriente, igual que un grano de arroz, hacia el día no nacido. En profana armonía irán cayendo uno a uno también estos árboles, y el pozo de agua se llenará de tierra. Nostalgia de la lluvia tupida en los terrenos carentes. Recuerdo vago de estigias lagunas ardientes. Sólo sombras, más que sombras, nítidas, ausentes, vienen, van. La tierra gomosa se ahoga en nuestra almohada para regarnos los sueños de retamas lujosísimas.
Y ahí está, expuesta, tibia, tan obvia y ausente -—alto vuelo sumido en larga calma-—, y el milagro o el trueno, puro vaivén y casi sedativo, asume el dramatismo cándido de las sombras. En medio del casto dolor y del oscuro tedio, desde el fondo de la noche, este trágico dulzor, este florecer ligero y breve, es también una realidad difusa, anegada.
Un lucero encendido en su garganta como un soplo, más que una calavera. La suave claridad que azul penetra. Estarse muy quieto, sentir que quema.
La noche se consume.
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