Viernes, 31 de mayo de 2013 | Hoy
Por Mariana Miranda
Los animales habían tomado la casa una mañana del verano, en realidad habían aprovechado la noche, mientras todos dormíamos, para entrar y ocupar las habitaciones enteras, instalándose con la mayor comodidad posible, de manera que, cuando nos despertamos a la mañana siguiente, nos encontramos con que los pisos y los muebles y las alfombras estaban plagadas de sapos y reptiles y culebras y también habíamos descubierto que las ranas tenían predilección por las bachas de la cocina y la mesada y el bidet, que los sapos preferían las alfombras y que las víboras, en general, reptaban por cualquier parte, deslizándose onduladamente sin mayores tropiezos.
No nos sobresaltamos tanto por los animales sino más bien por los alaridos de espanto de mamá que despertó con una víbora enroscada en una pierna y que, sintiendo su fría presencia, despertó de golpe, mirándola, y cuando la vio se encontró con esos ojos tan penetrantes y desafiantes que sólo tienen las serpientes y entonces, de la manera más delicada que pudo, le sugirió que se enroscara en otra parte porque pasaba que ella en realidad tenía ganas de ir al baño a hacer pichín y que se iba a hacer encima si ella no se corría, y el animal, como si entendiera, optó por desenroscarse de la pierna de mami y subir a las piernas de papi, que por ese entonces y a pesar del bullicio general continuaba roncando a pata suelta sobre el colchón sin haberse dado cuenta de la cantidad de habitantes que teníamos y después llegamos a la conclusión que a esa víbora en particular le apasionaba enroscarse en las piernas de las gentes, en general porque (pensábamos nosotros) se creía que eran troncos y se sentía muy bien trepada ahí.
De todos modos nosotros no supimos muy bien qué hacer cuando nos despertamos porque, si bien nunca habíamos sabido qué hacer con la cantidad de bichos que había en el fondo de nuestra casa, mucho menos sabíamos cómo hacer para sacarlos de la casa si a ellos se les había ocurrido por un complot maléfico entrar todos juntos y ocuparla, y era verdad que la ocuparon, porque nuestra casa estaba tan ocupada por sapos, ranas y culebras, que a nosotros lo único que se nos ocurrió fue salir al patio y, para nuestro asombro, fue ahí que descubrimos que en el patio y en el jardín ya no había ni más sapos ni más víboras porque, claro, cómo iba a haberlas, si todos estaban dentro de la casa, y entonces mi madre, que en realidad nunca había estado muy dichosa en este idílico pueblo de San Antonio, empezó a gritarle a mi padre, y a gritarle muy fuerte y muy de corrido para que todos los vecinos escucharan y para que después comenten, que qué era lo que hacía ella en ese pueblo de mierda, y que encima que estaba harta de chocarse los bichos por todas partes, todo el día, ahora los bichos habían decidido por ella, y estaban tan cómodos en su casa que no había forma de sacarlos, y le pidió encarecidamente que pensara en algo, que llame a los bomberos o a la policía o a alguien más, y entonces mi padre, intentando satisfacer las iras perdidas de la patrona, salió a las calles, y, para su asombro, tampoco vio ningún bicho, y fue a la policía y a los bomberos y a la Intendencia, y en todos lados le dijeron que lo que estaba pasando en mi casa era normal porque lo mismo estaba pasando también en las otras casas y que parecía que todos los animales, por común acuerdo, habían decidido pasar a habitar los interiores de las casas y no los exteriores, y así como entraron todos en mi casa por la noche, atravesando el patio y colándose por los marcos de las puertas y las ventanas, lo mismo habían hecho en todas las otras casas, y así los tres bomberos que había y los cuatro policías estaban tan atareados en intentar espantar las alimañas de los interiores de las casas que no podían atender a todos juntos y al mismo tiempo, y así mi padre volvió a casa tan cabizbajo como triste, porque la policía misma le había dicho que no había manera de expulsar los animales porque éstos se habían encaprichado tanto con dormir arriba de las alfombras y pasearse por los parquets y comerse las cortinas del voile francés que si uno los echaba de una patada al instante regresaban y como eran tantos no había manera racional de sacarlos de allí y teníamos que resignarnos, de ahora en adelante, a vivir nosotros en el patio y ellos en las alfombras y tendríamos que dejar que las culebras y los sapos pusieran sus huevos en los sillones de la sala y que las ranas salten gozosas en la bañera y en las piletas de los baños y de las cocinas, creyendo que eran los charcos de barro en los que saltaban antaño, y nosotros tuvimos así que resignar nuestro hábitat natural a las alimañas infames de la selvita del patio de atrás que osaron avanzar sobre nuestra casa sitiándola primero para ocuparla después desalojándonos despiadadamente a nosotros mismos que ya empezábamos, cada tanto, a croar y croar y comer pastitos verdes e insectos...
Y así fue como mi madre terminó de odiar a toda la fauna del maldito pueblo, y si bien nunca le había caído muy en gracia, tuvo que adaptarse ella misma a vivir con nosotros permanentemente en el patio de atrás, y si bien vino la policía dos veces con la firme intención de desalojarlos, los animales estaban demasiado bien alojados en el interior de nuestras casas, y mientras mi madre lloraba y lloraba porque los sapos le meaban las alfombras y las ranas saltaban sobre las mesas y cagaban (todos) en cualquier parte de la casa, mientras mirábamos tranquilamente el horrendo desastre que las alimañas estaban haciendo en la arquitectura y el decorado de nuestras casas, un día, o mejor dicho, también una noche, descubrimos que habían optado por abandonar el lugar, quizás porque descubrieron que a pesar de todo el lujo y todo el confort en el que habitaban los seres humanos, ellas preferían seguir retozando en los terrenos fangosos de los yuyales inmundos y en una noche del verano, también sin ningún aviso, empezaron a retornar a los lugares de los que habían salido, y volvieron a sus cuevas habituales, un poco más contentas y un poco más felices, porque habían descubierto que los hombres no eran tan poderosos como ellas y ellos se creían y que era más fuerte la firme voluntad y aplomo de algunos reptiles que las escopetas y los gases lacrimógenos de la policía, y después de vacacionar un tiempo en nuestra casa, volvieron al corazón del campo y ocuparon otra vez la selvita del patio de atrás y nos sentimos tan aliviados con su ausencia de nuestra casa que no reparamos en todo lo que debíamos tirar y romper y limpiar y en todos los huevitos de lagartos que tendríamos que arrojar a la basura, y nos sentimos tan felices con el regreso al interior de nuestro chalet, que no se nos ocurrió pensar qué pasaría (aunque era probable que ocurriera exactamente lo mismo otra vez) si una noche de éstas, por esas cosas raras y mágicas que tiene la vida, todos los animales se ponían de acuerdo, en asamblea otra vez, y decidían avanzar sobre nuestras casas, ocupándolas para relegarnos a nosotros, seres humanos impotentes, a la selvita del patio de atrás en donde habíamos a prendido a croar y a saltar y a comer pastos e insectos...
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