Jueves, 6 de junio de 2013 | Hoy
Por Luisina Bourband
La puta del barrio, al igual que el loco del pueblo, el mongolito, el tullido, ha sido proscripta. Formará parte de los anormales que Foucault definió lucidamente, para luego pasar a ser esa figura que hay que normalizar mediante la supuesta evolución de la sociedad. Una sociedad que pretende decidir sobre la distribución de los goces sexuales.
La pregunta sobre qué hacer con la prostitución se ha abierto a partir de la visibilización de uno de los grandes negocios negros de la Argentina: la trata de mujeres. El dolor de Susana Trimarco ha sido su causa insoslayable. El estado ha recogido el guante en ese sentido a partir de políticas firmes y definidas que han permitido rescatar cientos de víctimas del secuestro y la explotación. Los gobernadores, funcionarios aplicados y presurosos, han cerrado todos los prostíbulos ilegales que funcionaban en rincones inhóspitos de sus tierras, como en un acto reflejo.
Las putas, sus putas, pasaron de ser amigas cariñosas a desconocidas peligrosas.
En otros tiempos muchas gozaban de autonomía comercial. En mi pueblo las putas eran parte del barrio; como lo eran Cachito, "el dadito"; como Romanito Patat, al que le decían "rueda cuadrada" por su profunda dificultad para caminar; como Juanita Clemaine, a quien dejaban adentro del auto para hacer trámites y no paraba de aplaudir.
Cada barrio tenía las suyas, el Barrio María Auxiliadora la tenía a la Turca, llamativa pero no escandalosa. Se cuenta de ella que don Escalante le pedía sus servicios, y decían de él que estaba tan bien dotado que dolía. "Nena, vamos, por un kilo de yerba", le dijo, y se la llevó al campito de Bajada Grande. Cuando terminó la faena apretujada le apostó a la segunda vuelta: "Nena, vamos por el kilo de azúcar", a lo que la Turca ni lerda ni perezosa, y cuidando su instrumento de trabajo le contestó: "Nooo, yo al mate lo tomo amargo, Escalante".
El Barrio Sarmiento las tenía a "las Picceli". No se confunda el lector, las Picceli no eran hermanas, eran madre e hija; moraban en el Bulevar Yrigoyen en una casita sencilla, blanqueada a la cal, con ligustrina para que no se viera demasiado para adentro. El tiempo había aminorado los talentos de la madre, que había quedado para recibir a los muchachos; el mismo tiempo que había fidelizado a la hija en el oficio de tanto asistir al ritual. La vieja muy amable, con voz muy dulce, "¿Qué dice Don Cosme?", "¿Cómo anda muchachito?", y los sentaba en una sala de espera con sillas de fórmica, que hasta revistas para hojear tenía, como si fuese que iban a un doctor. La ansiedad doraba la espera de "¡el que sigue!", que gritaba de adentro la joven Picceli. Nunca se armaban muchedumbres ni peleas por los turnos. Mientras el cliente se desnudaba, ella se apoyaba contra la ventana a mirar al horizonte, como una Gala de Dalí, pero en tierras entrerrianas... y desnuda. Y todo era en un tiempo corto sin mucho remilgo hasta llegar a la palangana que lavaba los gérmenes y las culpas. A "rueda cuadrada" también lo llevaron. El vivía en el mismo Bulevar, pero no podía ir solo. "Te pago el tuyo y el mío", le prometió al celestino. Picceli hija lo recibió con prestancia, aunque ni alcanzó a tocarlo que Romanito había llegado a la gloria.
Don Rigue, que venía del campo, y era considerado rico porque tenía un auto, pasaba por la carbonería de mi abuelo. Era uno de los únicos al que mi abuelo le convidaba mate, porque no tenía olor feo en la boca (Cuando veía llegar a otros olorientos le decía a la secretaria: "Amelia, escondé el mate"). "Traje mi hijo a desahogarse", decía Rigue, y lo señalaba al grandote medio atontado, que dormía en el asiento del auto, soñando con el infierno en la tierra por el que había pasado al menos por un rato.
El gran dilema actual es qué hacer con ellas. Que no es lo mismo con qué hacer con los prostíbulos, con la maltratada, con el delito. ¿Qué hacer con la putedad de la putas? ¿Qué hacer con la putedad como condición de acceso al objeto erótico? ¿Qué hacer con esa putedad que antaño parecía estar integrada discursiva y socialmente al barrio, a la vida, y que ahora es el diablo a exorcizar?
Todo tiende a producir una inmensa "ley seca" que haga desaparecer empíricamente el problema, desde una solución moral y políticamente correcta, por lo tanto poco sensata. Algunos sectores feministas abonan esta moción desde un profundo error bastante frecuente: pretender portar el saber sobre el deseo de todas las mujeres, pretender delimitar qué es lo digno de lo indigno, convirtiéndose en una versión aggiornada de alguna religión. Como si el deseo fuese pulcro, como si el deseo no fuese inmundo.
Ruego aquí al lector o lectora que simpatiza con el feminismo que no tire al fuego este escrito, y se pregunte ¿qué demanda sopla por entre los pedidos, que intentan ser normativos, de aquellas que van a la televisión a solicitar que los hombres no deseen a las jóvenes, que no permitan a Francella, que no muestren las colas ni las tetas de las mujeres? ¿A nombre de qué ideal que pretende ser universal? ¿Qué demanda sino que las deseen a ellas, así como son, resistentes, llevando como bandera el logrado trofeo: un perfecto isomorfismo psíquico con el varón?
Ya sabemos que la moral nunca alcanza. Es la tranquilidad de los estúpidos y el arma de los perversos. La solución de los que prefieren ignorar y dejar que los más cínicos sigan haciendo su negocio. Algunos psicoanalistas que recorren el "ir de putas" a través de los testimonios de sus pacientes, van en esa dirección, proponiendo el lugar del psicoanalista como aquel que debe liderar desde su trabajo clínico un "cambio cultural" que haga a los hombres gozar de una manera más cívica, menos brutal, más respetuosa con las féminas. Es como si algunas feministas, tanto como este tipo de divulgadores, fuesen curas disfrazados que dicen: "Señor, no se caliente con eso, eso es malo, mejor hágalo con su mujer, que aunque lo defenestra todo el día delante de sus hijos, le marca la cancha todo el tiempo, nunca se vistió de fantasía, es una buena mujer, ese es el buen sexo, eso es lo mejor para usted". Yo me pregunto, en estos planteos, ¿dónde ha quedado la radicalidad del pensamiento de Freud?
Son cuestiones muy distintas la explotación, el maltrato y la tortura de los proxenetas; de una mujer que intercambia, gozando o no -quién puede saberlo, si es que eso le corresponde al saber-, sexo por dinero.
Según algunos alegatos circulantes que intentan devolver a las mujeres a la "buena senda", parecieran las prostitutas las únicas desorientadas vocacionalmente. ¿Y una abogada que se ve confinada a elegir la profesión familiar de sus ancestros, presionada por su padre, para nunca realizar el anhelo de su vida? ¿O una empleada doméstica que, teniendo una posibilidad de estudiar su carrera de Enfermería tan deseada, decide que su vida será soportable si no sobresale por sobre las demás mujeres de su familia, todas empleadas domésticas? ¿Cuál es la diferencia entre esos casos y una prostituta?
El cuerpo es la diferencia.
La prostituta tiene las características del monstruo que describe Foucault, y que pone en jaque a los mecanismos de vigilancia y distribución del orden: combina lo imposible y lo prohibido. Pero diría algo más: representa a lo insoportable, porque coagula el cuerpo del placer con el cuerpo productivo. Revela sin tapujos lo más fantasioso, y por lo tanto central, del encuentro entre los sexos; la putedad de la fantasía, la necesaria degradación del objeto erótico que permita expulsar a la madre y acceder al goce. La putedad de la que participan todas las mujeres y los hombres. Y no es que las mujeres no precisen llevar adelante una degradación tal del hombre, pero sus caminos son más sutiles, y eso es para otro artículo. Y todos los voceros de la opinión pública pretenden callar el placer, promoviendo, desde su silencio, desde su ceguera, desde su infamia ventajera acodada en la moral, una explotación que no sea sexual. Porque con esa nadie tiene problemas, porque de esa nadie dice nada.
Ya lo dijo Freud, el ser humano no evoluciona. El sexo sigue siendo el problema. Y las putas, las putas, se están quedando sin cielo.
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