Miércoles, 28 de agosto de 2013 | Hoy
Por Víctor Maini
No era difícil saber si estaba dormido. Sus ronquidos cruzaban calle Córdoba como un ventarrón. Cuando lo vi instalarse en el umbral de aquella distribuidora de diarios me hizo acordar al tema de Víctor Heredia El viejo Matías, bella canción de amor. Cuando empecé a conocerlo me di cuenta que estaba dispuesto a escribir su propio poema. Vivíamos el despertar de una tibia democracia. No hacía mucho tiempo que cerca de allí habían secuestrado a Cambiasso y Pereyra Rossi. El miedo estaba intacto. El deambular de canillitas en plena madrugada parecía ponerlo contento. Conocía el nombre de todos y a todos algo nos decía. Siempre acostado o sentado en el mismo lugar sólo se levantaba para orinar en una lata que llevaba colgada del hilo que hacía de cinto como una escupidera portátil. Pedía cerillas de colores para pintar grafitis porque estaba en contra de los aerosoles y era fundamental cuidar las paredes. Como proveedor de lápices tuve mi primer acercamiento. Al ir entrando en confianza me animé a preguntarle por qué vivía en el centro, habiendo tantos linyeras en lugares apartados. Me dijo que el hombre siempre había buscado el centro en todo. Por la comida dijo no hacerse problemas porque desde los bares de la zona siempre algo le regalaban, el inconveniente más grande era el ducharse y como se había dado cuenta que era un problema sin solución había optado por acostumbrarse a no hacerlo. Con el tiempo comenzó a profundizar conmigo. Una madrugada me confesó que no era fácil matarse. Que lo había intentado durante todo un día al borde de un puente en Buenos Aires hasta que decidió rendirse. En sus escritos nombraba mucho a los petisos, me aclaró que se refería a los enanos del alma. Dividía a los hombres en los que tenían cola y los que no. Decía que los pantalones largos se habían inventado para tapar el rabo de los que todavía seguían siendo animales. La mañana en que le hicimos una broma a un tal Militano quitándole una gorra hecha a medida, no tuve mejor idea que dársela a Cachilo para que se la pusiera. Nunca pensé que en diez minutos la iba a transformar, pintándole una cruz e inutilizándola. Tuve que comprarle una nueva a la víctima, no sabía que había regalado un emblema. En mi vida en varias oportunidades tomé el atajo de la imbecilidad. Una noche de tragos con dos amigos visitamos al croto para hacerlo hablar. Primero se hizo el dormido, luego abrió los ojos sin decir palabra. En un momento dado levantó su mirada justo a la altura de mis ojos y me dijo sin hablar: "Vos también, me venís a ver como a un animal de zoológico.". No crucé la calle por una semana, hasta que escuché su voz de trueno llamándome. Tal vez por mi alma de periodista que siempre tuve, llevé un radiograbador en un bolso, en el momento que fui a apretar las teclas play y record pensé que nunca había grabado a escondidas a un amigo y deseché de la idea. En vísperas de navidad lo visité con dos sidras y un pan dulce. Nunca estuve tan cerca del hombre como aquella noche. No quise preguntarle por su familia ni por su otra vida para no romper el mito, pero sí recuerdo que le dije si pensaba que había culpables para este final- "Hay una sola culpable en todo esto, mi sensibilidad", contestó. Sobre la pared de mi lugar de trabajo escribió una noche "Víctor hijo de dios". El propietario, un hombre gris cuyo único poder de seducción parecía ser el dinero, me culpó por el escrito. En la semana hizo pintar el frente del negocio advirtiéndome que ante un nuevo letrero yo mismo iba a tener que taparlo. El poeta me tranquilizó diciéndome que dios no existía y el cartel tampoco, que no me preocupara demasiado, nunca. Se fue sin despedirse, se mudó al microcentro. Dicen que murió en el 91, pero nunca lo creí del todo, hice mi propia ficción, pienso que a él le hubiera gustado. Han pasado muchos años, en todo este tiempo caminé hacia el centro de los corazones de los hombres, fui arrastrado varias veces por el río de la sensibilidad, comprobé lo fácil que se olvida a los mediocres, mientras que aquellas personas que pueden trazar con una cerilla azul una línea en el aire se convierten en leyenda. Escribí estas líneas en un bar del centro, frente a un mural que conmemora al escritor de muros. Mientras me colocaba mi gorra con corderito y orejeras para enfrentar el frío de la calle pude observar el ingreso de dos uniformados de baja estatura a quienes se les veía claramente salir por debajo de sus botamangas derechas una frondosa y peluda cola.
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