Miércoles, 2 de octubre de 2013 | Hoy
Por Víctor Maini
Uno creía que las pequeñas cosas que pasaban en la casa de la infancia, no sólo acontecían allí, sino que ocurrían en todos los hogares del barrio. Pensaba que todas las familias contaban con un tío solterón, poseedor de la ternura de un niño y la locura de un poeta. Amante de las plantas, con quienes hablaba más que con los humanos. Para mí era obra de la casualidad que en las casas de mis amigos, durante un fin de semana largo, se cocinara pescado de mil maneras distintas, mientras que mi tío asaba un lechón de diez kilos. Decía que comer pescado en semana santa era como ir al cementerio el día de los muertos. También era de comprar ropa de invierno en verano aprovechando liquidaciones de temporada. No era ateo porque afirmaba que los agnósticos eran los que más nombraban a dios en sus discursos. A él le daba lo mismo, pero no podía ser creyente porque era de dudar en todo. En quienes confiaba plenamente era en los vegetales, los trataba como a seres superiores. "El árbol es la verdad", era su refrán preferido. Resistí lo que más pude la edad del por qué. Mi padrino fue mi víctima principal. ¿Por qué las hojas no son azules? ¿Por qué no toman jugo? ¿Por qué no hablan? Nunca se enojaba, pero cuando lo cansaba me mandaba a comprarle cigarrillos. En ocasiones me contestaba con una reflexión en voz alta, como aquella vez que le pregunté por qué los jazmines no tenían sangre. "Tienen savia, tan sabia como la señorita Olga, quien se animó sacar la escuela a la calle", recordó nostálgico. Ex integrante del coro de pájaros nacionales, todavía solía ejecutar el solo de calandria a la hora del clericó en alguna fiesta. Había aprendido a amar a la naturaleza gracias a las Cossetini. Una tarde de otoño, me tomó la lección de religión, el Salve. Al leer el párrafo "gimiendo y llorando en este valle de lágrimas", rompió el cuadernillo en tres pedazos, acusó de animal a quien repetía estas cosas y aseguró que ningún vegetal hubiera escrito algo semejante. Aquella tarde salimos a dar una vuelta, me habló sobre la fotosíntesis, las flores, los frutos y la capacidad que tenían los plátanos de mutar todo, menos sus raíces. Me reveló que las hojas no hablaban porque interpretaban el canto del viento. Al llegar a la plaza Buratovich caminamos sobre un colchón de hojas secas durante toda la tarde en absoluto silencio, envueltos en aquella magia. Regresando a casa le hice la última pregunta. ¿Tío, por qué la luna rompe las ramas de los árboles? Me respondió con un silencio húmedo. Después de una tormenta de verano, visitamos el parque Alem, caminamos entre hojas, ramas y troncos abatidos por el viento. En esa oportunidad fue él quien me interpeló. ¿Cuáles son las ramas rotas?, sobrino. "Las más viejas", contesté. Me felicitó, me hizo saber que los gajos rígidos eran los que habían sucumbido ante la sudestada, que los brotes flexibles, eran los que aguantaban temporales. Caminamos hasta la vieja escultura de Gianninazzi y Blotta que conmemora al fundador del partido radical simbolizando sus palabras: "Que se rompa pero que no se doble". Interpretó a su manera la estatua de un hombre quebrando una gruesa estaca. "Para quebrar lo resistente hizo falta la elasticidad de la columna vertebral". Con pastillas y algo de ejercicio trato de combatir el colesterol para prevenir el endurecimiento de mis arterias. No existen fármacos para conservar la ductilidad del alma. Me automedico. Piso hojas secas en la plaza Alberdi, muy cerca de la escuela La Serena, dejo que interpreten libremente mi pisar. Observo cómo la luna rompe las ramas de los árboles, dejo que mis recuerdos más bellos me tengan tan a su merced como a hojas muertas, que el viento arrastra allá o aquí, que me sonrían tristes y me hagan llorar cuando nadie me ve.
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