Sábado, 21 de diciembre de 2013 | Hoy
Por Miriam Cairo
En estos días, la empleada municipal, silenciosa como sus cuatro dragones, en vez de hacer lo que todo el mundo hace, lleva un libro al bar y se vuelve ciega y sorda al mundo, a la gente que corre tras los precios, a las reservas y selección de menús, a la depredación de turrones y el acopio masivo de espumantes.
Esta aventura no deja de ser arriesgada porque los cuatro dragones también van al bar a leer sus bestiarios medievales y los manuales de zoología fantástica. Pero la empleada municipal aprovecha precisamente estos días, en los que la gente no ve, ni oye, ni descubre, ni teme, ni siente, para que los cuatro disfruten de la ciudad y sus rumores.
Uno de ellos heredó de la empleada municipal el gusto por las letras. En el bar lee en voz alta poesía china: "Mi traje es de la época en que vivía un rey de la dinastía Tching. Se lo pusieron tantas bellas mujeres para danzar que sus pliegues conservan una sinuosidad armoniosa. Lo han acariciado tantas brisas que mi traje es diáfano como el ala de una mariposa."
Ella levanta la vista cada vez que su dragón lee en voz alta, y aprueba con una sonrisa o pregunta algo sobre el autor. Sabe de memoria que Ch'enLing vivió en el Siglo III y que se lo consideró, en Chien An uno de los "Siete Maestros", pero le gusta escucharlo de boca de su dragón, porque siempre agrega algún detalle que la empleada municipal ignora. De él ha aprendido el equilibrio entre las palabras llenas y las palabras vacías, y que la belleza tiene una forma tangible, cotidiana, transeúnte.
La mesera es la única que escucha los susurros de los cuatro dragones pero no osa siquiera suspirar por temor a espantarlos. Consiente, en especial, al más pequeño, que se entretiene recorriendo las mesas, juntando migajas y granos de azúcar con su lengua ambarina para crear mínimos mandalas. Es por ello, entre otras razones, que la empleada municipal siempre lleva al mismo bar a sus cuatro dragones.
El de ojos dorados heredó la propensión al ensimismamiento. Mira las mujeres de vestido rojo que corren hacia el interior de un negocio de la calle Entre Ríos. Cuando las pierde de vista, vuelve a las que están en el bar hipnotizadas. Varias fuerzas actúan sobre él: la idea de que el casamiento con una muchacha sería el casamiento con un dios; la idea de que puede inspirar amor pero no a ninguna de las mujeres del bar; la idea de que las mujeres son más misteriosas que los dragones; la idea de que los ojos de una mujer tienen el poder de aliviar las pesadillas; la idea de que en el manual de zoología fantástica falta el capítulo dedicado a la mujer; la idea de que la empleada municipal podría escribir el capítulo dedicado al hombre.
El cuarto dragón, tan negro como resplandeciente, heredó el silencio y el amor por los sombreros. El único que la empleada municipal ha podido hallar a su medida es de color verde seco y bastante áspero. Le saca un sarpullido virulento en la frente pero se ve hermoso. También heredó el hábito de leer los libros desde atrás hacia adelante.
El pequeño dragón de la india replica, en cada una de las mesas del bar, los mandalas invisibles de azúcar invisible. El dragón de la china lee con susurros de dragón su poesía china. El de Etiopía busca los ojos sanadores de las mujeres hipnotizadas que no lo miran. El hermoso dragón con sombrero desarrolla su sentido del humor, porque el resto de los sentidos están averiados, o no le interesan, o no le sirven. Por su parte, la empleada municipal contempla la claridad que oscila sobre el rostro de sus cuatro dragones. Tanto si se esconden en el jardín, si trepan a los muebles, si se duermen en el cajón de los cubiertos como si vienen al bar, los cuatro se comportan como seres nacidos en un lugar sin nombre.
Unas figuras grotescas de gerentes, jefes de personal, y supervisores de venta se deslizan por la vereda proyectando sombras. Los cuatro dragones y la empleada municipal desde el bar contemplan cómo se abren y se cierran infatigablemente las puertas del provecho navideño. Pero la distracción no los coloca afuera sino que los empuja con más fuerzas hacia dentro.
Hasta que llega el momento en que la empleada municipal levanta la cabeza del libro y se vuelve visible a los ojos de quienes la miran. Entonces, la moza se acerca y cobra sólo un café, como de costumbre.
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