rosario

Jueves, 29 de junio de 2006

CONTRATAPA

LAS DELICIAS

 Por Jorge Isaías *

Hacia las quintas era más cercano el cielo, el verde más intenso y la explosión de pájaros un regalo que tal vez en ese tiempo no valoráramos.

A veces, al atardecer, como quien va hacia Puente Gallego, nos llegábamos con las tramperas para cazar pájaros a un hondo callejón que en los planos municipales figurarían como calle Battle y Ordóñez o tal vez Muñoz, o alguna otra cuyo nombre olvidé. Por ese callejón había algo que tiraba como un imán, como un regalo preciado, la quinta de Imperiale, y allí nos esperaban las mandarinas y naranjas en hileras sin fin, donde nos hartábamos de comer sus pulpas de dulzor jugoso. Otros chicos, como el "Diente", "el Chueco", los hermanos Fregapane, llevaban una bolsa de arpillera y confiscaban unas cuantas docenas para salir a vender casa por casa o se paraban en Oroño y Arijón a vocear su mercadería. En especial los Fregapane, a cuya madre viuda ﷓flaca, seca, morena, áspera como un látigo﷓ ayudaban.

Los hurtos eran tan inveterados y populosos ﷓quién de mi edad y en aquellos años puede decir que no distrajo una mandarina de la quinta de Imperiale﷓ que los quinteros hartos, nos tiraron un par de escopetazos. Oigo aún el ruido de las municiones en las hojas inocentes de los mandarinos que brillaban, verdes, muy verdes, bajo el sol de aquel atardecer de Octubre.

Aún no estaba la avenida de circunvalación y hacia Puente Gallego todo eran quintas u hornos de ladrillos y caballos sueltos con su pájaro en el lomo. El balneario "Los ángeles" estaba abandonado (¿quién le habrá puesto tan hermoso nombre?). Nosotros tomábamos el colectivo número 61, un hipante Leyland de la segunda Guerra, de color verde aburrido o en bullanguera barra y a pie nos íbamos a bañar al arroyo Saladillo, justo debajo del puente por donde Ovidio Lagos se hunde en el campo o en las barrancas cercanas hacia donde prefiguraban los potreros con vacas, luego de sortear los primitivos basurales que hoy son escarnio.

Allí íbamos los domingos con mis padres ﷓mi viejo era amante del agua y gran nadador﷓ cuando se llenaba de familias con sus canastas de comida y sus fueguitos para el asado o el mate, yo me extasiaba admirando aquellas muchachitas con sus mallas de baño, sus muslos de peces fríos, que en ingenua seducción, mostraban.

Si había alguna que llamara nuestra atención y en aquel tiempo, para ser sincero, su condición de belleza inesperada no nos hacía muy exigentes, la tarde estaba perdida para el chapuzón torpe y el baño, porque nuestras miradas iban hacia allí, mecánicamente y sin ningún disimulo. Mirábamos esos grupos chillones de muchachitas que con seguridad esa noche nos quitaban el sueño.

En los atardeceres de aquellos veranos remotos nos reuníamos en la esquina de Caburé y Cortada Catalina (como se dice hoy: Madre Cabrini y Cortada Arangreen) o en Arijón y Lagos, frente al Restaurante de Pinatti, con los hermanos Ferrari ﷓Carlitos y Raúl﷓, con el nieto del verdulero Fagotti, cuyo nombre olvidé, allí veíamos pasar el tranvía 26 con su estela esplendente de luces que cruzaba por Lagos como un barco ebrio, a los barquinazos, hacia el cruce de Muñoz donde terminaba el recorrido, justo frente a la cancha del club Peñarol.

En ese núcleo de Arijón y Lagos, con su esquina donde había una serie de puestos de verdura que llamaban La Feria, hecha de maderas y chapas y pintados todos de verde furioso, allí nos sentíamos a nuestras anchas, allí no dejábamos de encontrarnos y desde allí observábamos con sumo interés lo que nosotros creíamos, era "la vida".

Cerca estaban, el cine Venus, la bicicletería de Temperini, uno de cuyos hijos jugó en las inferiores de Central, la fábrica de frenos de bicicletas de don Pepino Basile, papá de Paulita quien sería con los años mi compañera de facultad y mi amiga, pero en aquel tiempo faltaban "muchos camellos en la edad de orar" como diría el Cholo Vallejo.

Allí se juntaban otros chicos: Pascualito Dimarco, los hermanos Anelli, los Lajara y un muchacho rubio, a quien llamaban "Larita", que murió aplastado por un camión en esa misma esquina, estúpidamente, mientras esperaba la "F" para ir a una escuela Técnica donde estudiaba.

El recuerdo flota allí a veces denso como una mancha oscura, a veces luminoso como en las noches de carnaval donde acudíamos con los pomos arrojadores de agua y los globos repletos para hacer estallar en la espalda de alguna muchachita distraída, aunque la mayoría se rompía en las chapas solitarias a esa hora, de la Feria.

Los corsos abarcaban desde esa esquina hasta Arijón y Oroño, de tierra en aquellos tiempos en que ese barrio se llamaba "Mercedes de San Martín", según rezaba una placa en un monolito de cemento que estaba justo en la esquina.

De cualquier modo, cuando el recuerdo me visita como un perro fiel no puedo dejar de pensar que en ese tiempo, el "centro" para nosotros era como un imán remoto, ya que el objetivo máximo era ﷓con el permiso paterno﷓ la esquina de Tupungato y San Martín, donde llegábamos con el 61 antes nombrado y que allí terminaba su recorrido y en mi memoria viene también, como un tropel de otros recuerdos de esa esquina, que hoy discretamente callo, porque pertenecen a otra época de mi vida que por hoy no me interesa relatar aquí.

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