Lunes, 10 de julio de 2006 | Hoy
Por Miriam Cairo
I. Al menos sé que esto es así. Puedo seguir metiendo mi cadáver entre las sábanas. Puedo sentarlo a comer. Puedo llevarlo a la oficina y sacarle un pasaporte para trasladarlo mañana a cualquier país del mundo.
II. Mi cadáver se pone a luchar codo a codo con mi evanescencia. Boca, humedad, herrumbre detenida en el escarabajo fino de las ingles. Apenas lo miro, él empieza a consumirse dulcemente desde los extremos.
III. Todo el aire está hecho de suspiros.
IV. Mi cadáver me tiene a su lado, ignorando la soledad de los inmensos. Hecha desmemoria me paro junto a él porque a su desnudez de hombros, de oídos y de cintura, le gusta ser mirada por primera vez.
V. Y tampoco me aflijo tanto. Las moscas no me circundan porque yo no emano el olor de la desgracia. Conozco la soledad y sé cómo hacerme cargo de todo lo que vuela sobre mi cadáver. Además, yo no dejo de escuchar mi vida a lo lejos.
VI. He perdido el rumbo tantas veces. Tantos momentos últimos he conocido que no veo por qué habrá de ser peor este día que otros. Yo actúo sobre los instantes.
VII. Cuando mi cadáver llega de un largo crucero, se comporta como un ser impulsivo, capaz de sostener una acusación. Está en su apogeo. No le afecta que sus piernas se pudran y supuren. Para él, la muerte no se declama: se ejerce.
VIII. Mi cadáver no se da prisa por concluir aunque personalmente no le guste perder el tiempo. No hace nada pero siempre está manos a la obra.
IX. No sólo con las palabras rompe el silencio. Cuando se pone a reír, cuando ríe de sí mismo, los demás ruidos se vuelven locos. Y cuando llora, le sale un chorro de palabras. Cada noche le salen más palabras y más lágrimas en cada chorro.
X. A pesar de los cambios en el mundo, mi monstruo es siempre el mismo. Tontamente se despierta por las mañanas, se traga algunas injusticias y vuelve a cerrarse cada vez un poco más puro, cada vez un poco más muerto.
XI. Su error es pensar que lo he creado como un dios a su semejante. Como un padre cruel, a su hijo. Como un desdichado, a su dicha.
XII. Yo lo llevo de vacaciones y él toma sol conmigo. Acepta que le ponga protector y obedece mis indicaciones de usar capelina pero no se da descanso para pensar. Cierra los ojitos y quién sabe cuántos cordeles atará y desatará, acostado junto a mí, creyéndome culpable del rayo que lo ata a la vida.
XIII. Sus pensamientos de monstruo desprenden un ruidito de poleas. Hace muecas de loco cuando mueve el andamiaje de su imaginación, de su perplejidad, de su aberración. Es una masa de sueños exprimidos. Ya valiese el vuelo.
XIV. Cuando consigue liberarse de sí mismo, sale rápidamente con el aspecto propio de las personas que acaban de ser asesinadas. Azorado me busca y me explica que ha sido víctima de su propio crimen.
XV . Cojea como un perro.
XVI. Una vez lo dejé olvidado en una oscura taberna de Belfast. Era un buen lugar para dejarlo olvidado. Lo dejé con la frente apoyada en la barra porque se lo merecía. Después ofrecí recompensa para recuperarlo. "Cadáver que piensa y cojea", describí en el aviso clasificado de un diario irlandés. "Ojitos cerrados y capelina". Agregué para mayores datos. XVII. Me trajeron cadáveres emperifollados con sombreros y con ojitos semi abiertos. Cadáveres vigorosos, bien equipados, incluso algunos con gusanitos en las manos. Pero ustedes, si tienen uno, sabrán que es muy difícil confundir un espectro. El monstruo de uno es tan único y especial como el propio yo parapetado en un pensamiento arborescente. Su dueño podría reconocerlo entre miles en un cementerio.
XVIII. Ya he dicho que algunos de los cadáveres que me trajeron eran mejores que el mío. Más obedientes. Más primermundistas. Más pragmáticos y habilidosos. Pero yo quería al mío porque siempre lo he amado. Siempre me ha enfurecido. Además, yo lo he llevado al cine. Él me ha invitado a cenar. Yo lo he protegido. Él me ha hecho caricias en la espalda. Yo lo he emborrachado. El me ha hecho vomitar.
XIX. Nos llevamos bien porque él nació bajo el signo de sagitario, como yo, y es terriblemente animal. Insolentemente humano. Naturalmente minotauro. Y es tan irracional. Tan esperanzado de su irracionalidad. Tan falto de juicio. Tan estúpidamente inocente y soñador que no podría cambiarlo por ningún otro espejo.
XX. Violeta. Descompuesto. Desarticulado. Con capelina y ojitos cerrados bajo el sol. Lo elijo. Lo prefiero. Lo admiro porque mi monstruo es capaz de cualquier cariño, de cualquier poema, de cualquier exceso. Junto a él me siento a salvo de la vida, esa espantosa amenaza.
FIN. En Belfast, con la cara apoyada en sus dedos violetas, unos desconocidos lo encontraron y me lo devolvieron. Yo pensé que volvería un poco más sosegado, pero por el contrario, ahora gira eternamente con una lentitud espantosa. Muchas veces me ligo un codazo porque hace danzas sobre el aceite y provoca eclipses. Su sudor embriaga a los astros. Luego se queda adormilado para siempre, tendido junto a mí, como un delgado escalofrío.
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