Domingo, 11 de mayo de 2014 | Hoy
Por Marcelo Britos
Cuando llegué a Roma por primera vez, apenas el avión terminó de deslizarse por la pista de Fiumicino, sentí una energía extraña, una sensación que paradójicamente me conectaba a una pertenencia, a un pasaje familiar. Cayendo en un lugar común, como esos perfumes o melodías que nos transportan desde el momento de su percepción, y nos llevan a algo indefinido, generalmente un lugar o una época plagada de pequeños recuerdos que sí son concretos, pero dispersos y recortados. Más tarde comprendí que toda esa carga emocional, inesperada y poderosa, me refería a una idea vaga de origen. No el origen de mi sangre, algo común cuando se trata de Europa, sino a un origen más esencial y ancestral: el de una cultura, o quizá el origen humano mismo. No fui el único en sentir eso, muchos me lo han contado de esa misma forma, y quizá sea comprensible. Roma es una ciudad en la que ha vivido la gente durante dos mil años. En ese tiempo ha sucedido todo aquello que rodea la vida de una sociedad siempre compleja: para empezar, la vida y la muerte, las evoluciones y los fracasos, los derrumbes y los descubrimientos. Y cada uno de esos hechos que componen la linealidad del tiempo --en nuestra mirada simplista del pasado-, han sido atravesados, o mejor dicho, han atravesado el sufrimiento y la esperanza de miles, todo eso en un mismo lugar. La huella es inevitable. Por momentos sensorial, por momentos concreta y visible. Los ejemplos son incontables. Una ruina del viejo imperio junto a una iglesia del siglo XII. Un parque que otrora fue un circo antiguo, un predio en medio del cruce de dos calles, en donde asesinaron al César. En una de esas iglesias -hay más de novecientas-, está el Moisés de Miguel Angel. Es en la de San Pedro Encadenado, en el barrio Monti, uno de los más viejos de la ciudad. Se trata de la figura central de la tumba del papa Julio II, pero eso nadie lo sabe, y no importa saberlo tampoco, es acaso la excusa pertinente para que esa escultura del año 1502 esté ahí. Perfecta y maravillosa. Uno camina por los empedrados del barrio, bares y pequeñas tiendas de arte, y una escalera enfundada en un túnel de piedra sube hasta la plaza del templo, y ahí está. Una de las cosas más bellas que ha hecho el hombre, algo que en el momento de su descubrimiento, tan sólo en ese momento, lo redime de todo el horror y la destrucción de su especie.
En Monti vive mi anfitriona, Ana. Una amiga de los años jóvenes. Nos conocimos en otro viejo barrio empedrado, pero del Brasil, en una pequeña población costera de Santa Catarina. Es agregada cultural de la embajada argentina y tiene alma de valija, como solía decir un amigo. No podía ser otra cosa que eso, como confirmando el capricho del destino. Una noche volvíamos al departamento por esas callecitas, un poco atontados por el efecto volcánico del Frascatti. Buscamos sin éxito la casa de Mesalina, indicada -seguramente en broma- por uno de los mozos. Caminábamos por el medio de la calle, como todos los que transitaban la medianoche de ese día. En Monti no hay veredas. Apenas unas columnas enanas que marcan un sendero; las calles van planas de umbral a umbral. Un auto prendió las luces por detrás y el único que se apartó fui yo. Ana comenzó a reírse y la miré perplejo, haciéndole señas para que ella también lo hiciera, no fuera a ser que el auto la atropellara. Pero la risa agotadora y burlona bastó para que lo entendiera. Ahí no hay veredas porque la calle es de la gente, camina por ella desde hace más de dos mil años. El auto tiene -supongamos- un poco más de trescientos años, si contamos desde que se inventó el primer automóvil a vapor en Francia. Tiene que pagar derecho de piso, no es dueño, no importa su pedante y caro andar, acá vamos primero nosotros, los seres humanos. Esta reflexión, transcripta de forma casi textual, la hizo ella, y mientras la hacía imaginé un desfile eterno por esas calles, imaginé su devenir, las cosas cambiando rápidamente alrededor, como Rod Taylor en la Máquina del Tiempo. El paso de millones y millones, piernas suaves y contorneadas de mujer sobre soleas blancas, sobre finos tacos milaneses. Piernas musculosas y ásperas de hombre, como las del Moisés de Miguel Angel.
Roma, enero de 2012
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