rosario

Lunes, 11 de agosto de 2014

CONTRATAPA

Los silenciosos

 Por Víctor Maini

Alguna vez mi calle fue una ciudad, Echesortu mi país y el mundo, un pago lleno de arroyos. Era cuando despertarse era sorprenderse, todo sucedía por primera vez y algunas voces eran arrullos que me ponían la piel de pollo. Eran palabras agujereadas por clavos las que salían de la boca del zapatero don Anselmo. Un sillón de mimbre me esperaba siempre en el rincón más luminoso de su local como mi primer banco en la escuela de la vida. Entre olor a cuero y pegamento parecía estar siempre acompañado por los espíritus de los dueños de los zapatos que en posición de firme se alineaban en la vieja estantería. Reparados y lustrados, lucían como nuevos mientras esperaban a sus dueños con el apellido escrito en papel madera. Aprendí a conocer a muchos vecinos desde los pies, sabía sus nombres sin habérselo preguntado nunca, llevaban el mote de sus zapatos. En la casa lindera al taller, detrás de una puerta placa blanca, de chapa, con una mirilla en el centro y una frase escrita en pintura azul, vivían María y José, una pareja de mediana edad, ambos hipoacúsicos. Mi amigo les hacía media suela y taco gratis, porque decía que los ayudaba en su trabajo que consistía en caminar todo el día. Los había bautizado "los silenciosos", decía que eran el matrimonio perfecto, que nunca discutían y si alguna noche eso pasaba, con apagar la luz se solucionaba todo. Creo que aprendí a leer para descifrar sin ayuda lo que decía aquel cartel. "Ama a tu prójimo como a ti mismo". Cuando me los cruzaba en la calle, siempre me hacían las mismas señas a las que yo devolvía con una sonrisa. Me contó Anselmo que me daban la bendición. En uno de mis viajes mensuales al centro comercial para pagar deudas pude notar la gran cantidad de sordomudos que había en el 209. Mi comentario durante un almuerzo produjo muchas risas y una aclaración: "No son sordos, se persignan cuando pasan delante de una iglesia". De la misma manera que me enviaban a hacer mandados, una tarde me destinaron a catequesis, sin consultármelo. Asistí con un cuaderno, una lapicera y mis secuelas de una edad del porqué mal curada que me persigue y afecta hasta la fecha. Imposible no impresionarse con la figura de un hombre semidesnudo y crucificado en el altar. Pregunté por qué lo habían matado y por qué no lo habían bajado de allí todavía. El cura de la iglesia San Miguel me confundió más aún cuando me dijo que Cristo había derramado su sangre en la cruz para pagar nuestros pecados, pero que ya no estaba allí, sino que se encontraba en el cielo, lugar que había elegido luego de su resurrección. El remendón me dio otra versión cuando me contó que a Jesús lo habían eliminado por andar repitiendo la frase que tenían los vecinos pintada en su puerta, que no lo habían bajado de la cruz porque facilitaba su manipulación, que aquí lo habían traído en carabelas como mascarón de proa y que lejos de arrepentirse de lo que habían hecho con él lo usaron para amenazar al distinto de lo que le podía pasar. El reparador de calzados me contó también que habían matado a millones de personas, para después pedir perdón ante el mismo crucifijo rezando algunos rosarios. Escupió las tachuelas de su boca para poder reírse bien fuerte cuando le pregunté: "¿Rezaban ciudades?".

Formo parte de la masa trabajadora que llena colectivos en las periferias de la ciudad por las madrugadas para vender su fuerza de trabajo. Es mi mayor orgullo. No veo a nadie persignarse en el 107, tal vez ya no haga falta, quizás lleven la cruz de la discriminación por negros, por usar gorras, por tener muchos hijos, por pobres. Posiblemente en su mirada tengan la carga de trabajar para otros, para los dueños del capital a quienes difícilmente conozcan o sólo sean un número, una amenaza, para los que a esa hora están durmiendo. Entre el ruido del motor, el movimiento de la carrocería y conversaciones sobre cambio de turno, francos trabajados u horas extras no existe viaje en el que no me quede dormido. Antes de hacerlo alcanzo a leer por la ventanilla un cartel pegado en una pared, perteneciente al gobierno de turno, que reza "la patria es el otro". Mi sueño me transportó a una carabela a la que el viento empuja de arroyo en arroyo buscando un pago en donde empezar de nuevo. Desembarcamos en una gran playa en medio de un amanecer. No clavamos espadas ni cruces en la arena, sí una enorme rama de jacarandá a modo de mástil. No izamos ninguna bandera, sí una puerta placa blanca, de chapa, con una mirilla en el medio y la frase pintada en azul, la misma que alguna vez eligieron los silenciosos.

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