Domingo, 7 de septiembre de 2014 | Hoy
Por Marcelo Britos
El año que viene se cumplirán cien años del nacimiento de Bernardo Kordon. Arriesgo a decir que no habrá para él muestras multimedia, ni una semana con su nombre que se inaugurará en la Biblioteca Nacional, ni programas en la Televisión, ni las editoriales reeditarán su obra, que hoy hay que buscarla en mesas de saldos, o haciendo una exhaustiva investigación en librerías de usados de Buenos Aires. No es que se quiera establecer una comparación, odiosa -para caer en el lugar común del adjetivo- e imposible. Es que más allá del valor simbólico indiscutible de las obras de Julio Cortázar y de Kordon, la situación de ambos centenarios expone, de alguna manera, el funcionamiento del mercado editorial y del canon crítico en la Argentina. La famosa historia del "Boom", enorme negocio editorial europeo, que también ayudó de alguna manera al mercado local, y a la instalación de nombres y estilos, que más allá de sus éxitos y de sus virtudes, terminó por definir -como dijo José Pablo Feinmann a propósito del fallecimiento de García Márquez- el supuesto de que sólo Europa está habilitada para el logos, para la racionalidad positivista que persiguió occidente, y para nosotros sólo resta lo exuberante y lo mágico.
Pero no interesa eso, sino hablar de Bernardo Kordon; del otro ya se ha hablado demasiado en estos días. Y es que Kordon es justamente quien más brilló de una generación de escritores que decidió retratar, entre los años 40' y 50', la realidad social argentina y latinoamericana, como si fuera poco con lidiar con la primera. Ya es demasiado mezquino enfrascarlo en esos períodos, porque estamos frente a un autor que escribió durante seis décadas y siempre eligió los temas en tanto vías de acceso al realismo social. Y no sólo eso, su literatura siempre ha estado contextualizada en los distintos avatares históricos de nuestro país, justamente en el siglo XX, un período controvertido y agitado de la memoria argentina: la Década Infame, el surgimiento del peronismo, las dictaduras militares, el regreso a la democracia y la tragedia del neoliberalismo, son temas que no escaparon a su mirada.
Si tuviéramos que arriesgar una definición apropiada que pueda condensar su obra, podríamos decir que está visiblemente marcada por el realismo social, y que su estilo no sólo supera aquél género, sino también a los elementos naturalistas del denominado "ciclo de la bolsa", como así también a la escritura típica de los boedistas, caracterizada por su afán pedagógico. Kordon no sólo supo ubicarse en la evolución posterior del género que impulsó su generación, sino que trascendió a eso, brilló y su brillo no está en los grandes carteles de la literatura, sino en lo que dicen, y en cómo lo dicen, sus maravillosos libros. Una prosa cuidada, desprovista de ingenuidad y de intereses dogmáticos, región peligrosa en la que supieron entrar muchos escritores de la izquierda argentina. Narrativa contundente y compleja. Apela al lunfardo y a la lengua de la época, pero jamás abusa de esos recursos, ni tampoco son pinceladas para matizar su prosa, sino que en su escritura los lenguajes y la historia están en una permanente diálogo, en un conflicto que es a la vez la fotografía de las tensiones sociales sobre las cuales eligió escribir.
La marca de una literatura social no sólo se anuncia en sus textos, sino también en las huellas de su vida y de su recorrido como autor. Su primer libro fue editado por Claridad, la editorial del mítico grupo Boedo, en el marco de una colección de la Agrupación de Jóvenes Escritores. Confeso militante comunista, emparentado más al maoísmo que al socialismo soviético, amante del cine y detractor de la industria norteamericana. Muchos lo recordarán por "Alias Gardelito", película de Lautaro Murúa protagonizada por Alberto Argibay, con guión de Augusto Roa Bastos y Solly Schroder, transposición del cuento de Kordon Toribio Torres, alias Gardelito. Sucedió lo mismo con muchas de sus obras, acaso porque las voces de sus textos parecieran venir con una cámara en el hombro, situando a los lectores en medio de la historia, dentro y fuera de los personajes, sin la necesidad de juzgarlos o de compadecerse por ellos.
También fue un viajero. Si seguimos a David Viñas, que en su historia de la literatura problematizó los viajes de los escritores -los simbólicos y los concretos-, Kordon eligió un pasaje en tren por países extraños para la literatura nacional: China, Brasil, Chile, el continente africano. Y esos viajes no son hacia la meca de la cultura, no son el bautismo euro céntrico de los gentleman liberales, ni tampoco la búsqueda de los nuevos horizontes de la vanguardia europea, sino que se dirigen hacia un tema fundamental de su literatura: los excluidos, los marginados, aquellos que pueden verse desde un tren (porque la pobreza rodea las vías en casi todas las ciudades del mundo, al menos en América). El tren no sólo es para él un cordón de esperanza que une la provincia de la metrópoli, sueño de los hombres del interior de la segunda mitad del siglo XX, sino además una verdadera zona literaria, en donde los personajes se atienen a las reglas de la aventura y de los códigos fijados para esa vida.
Por alguna razón la crítica fue indiferente a Kordon. No más que algún trabajo de Jorge Rivera, artículos de Eduardo Romano, Florencia Abbate y Guillermo Korn, y los prólogos de Juan José Sebreli. Demasiado poco para alguien que publicó más de veintiocho libros, entre novelas, crónicas y volúmenes de cuentos. Textos de altísimo valor que demuestran aún el inalcanzable talento y compromiso de este autor olvidado por el canon académico y editorial. En el contexto de una literatura descomprometida y cínica, plagada de autorreferencias y guiños al claustro. En medio de una cantidad de escritores sin riesgos, que sólo se involucran con la historia desde los lugares correctos y cómodos, bien podríamos leer a Bernardo Kordon, bien podríamos interpelar con sus libros el país que somos, cien años después de su nacimiento.
Punta arenas, julio de 2013
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