Sábado, 20 de septiembre de 2014 | Hoy
Por Sonia Tessa
Ahí donde había una marcha, una movilización, estaba Herminia Severini. Sin medias tintas ni dudas, ella instaba a luchar. Lo suyo era la calle, el puño en alto. La remera del Che. Con su voz ronca, enseguida se plantaba, fuerte, enorme, ante cualquier poderoso, ante la policía, donde hiciera falta. Y eso que era chiquita, menuda. Herminia murió ayer, a los 88 años. Estuvo diez días internada en Pami II, tras sufrir un accidente cerebrovascular del que no pudo recuperarse. Una ciudad la extrañará, ahora que pertenece a su Historia. Hermina no iba a las rondas de los jueves, no pertenecía orgánicamente a Madres de Plaza 25 de mayo. Por la memoria de su hija Adriana Bianchi, desaparecida el 4 de enero de 1977, y de los 30 mil, elegía multiplicarse en todos los piquetes, las marchas, los reclamos que podía fortalecer con la presencia de su pañuelo blanco.
El desconsuelo ganó ayer a jóvenes de las más diversas organizaciones políticas y sociales que estaban acostumbrados a su risa, sus palabras provocadoras y la magia de sus consejos. Es difícil pensar que ya no estará. "Hay que luchar", decía y repetía ante cada atropello que conocía. Resignarse, entregarse, no estaban en su vocabulario. Más bien siempre la encontraban en la vereda de enfrente: denunciando, intransigente. Lejos del poder siempre y por convicción.
Hermina nació el 20 de marzo de 1926 en el campo, cerca de Correa. A veces contaba las dificultades de su niñez, sin dramatizar. No era de las que se regodeaba en el lamento, al contrario, sus armas eran la alegría y el empuje. Era la penúltima de una familia de 16 hermanos. Le tocó trabajar desde pequeña y no pudo terminar la escuela primaria. Tenía 11 años cuando uno de sus hermanos mayores se cayó de un sulky. Ella lo cuidó por dos años. Desde entonces, supo que quería ser enfermera pero no pudo. Tuvo que trabajar en el comedor que tenía su familia, ya en Cañada de Gómez. Su enjundia combativa no perdonó a sus hermanos. Combatió la explotación allí, como no lo hizo siempre.
Tenía 20 años cuando se casó y se radicó en Rosario. Su marido, colectivero, era "muy machista", como le contó a la historiadora Cristina Viano. Herminia quería otra cosa. Tuvo dos hijos: Daniel y Adriana. Se divorció cuando el nene tenía 8 años y la nena, 20 meses. No fue una decisión fácil en los años 50. Ser una mujer divorciada requería valentía y un gran desdén por el qué dirán. En aquel momento, empezó a trabajar como mucama en un sanatorio. Mientras paraba la olla sola, con dos hijos, Herminia decidió terminar la escuela y estudiar para convertirse en enfermera. Por supuesto, lo consiguió. No sobraba nada, más que las ganas de pelearla.
Supo de luchas gremiales, la explotación, la plusvalía que combatió hasta sus últimos días. En 1959 se afilió al Partido Comunista, y comenzó su historia de despidos por "díscola" en sucesivos sanatorios. Todo eso se lo contó a Cristina Viano en una serie de entrevistas plasmadas en su ensayo "Mujeres y movimientos sociales, un acercamiento a las Madres de Plaza de Mayo desde una historia de vida".
Herminia tuvo dos hijos. El mayor prefería dejar los estudios, no los creía necesarios para ser camionero. Tampoco le interesó la política. En cambio, la más chica sí quería estudiar y militar. Cuando hablaba de Adriana, Herminia se llenaba de orgullo. Que era buena estudiante, maestra de inglés, que había logrado rendir libre el quinto año, que sus compañeros la recordaban por su solidaridad y compromiso.
"Mis dos hijos estuvieron siempre en la lucha conmigo, por pan, carne, leche barata, por todas la necesidades que siempre hubo. Yo les digo a los chicos de ahora, que si uno se traza una meta, y lucha, seguro que lo va a conseguir, con anhelo, con sacrificio con tesón, la lucha da resultado positivo, porque esa fue mi vida y mi trayectoria", dijo Herminia en una entrevista que puede leerse completa en "Paraná Insurgente" (http://parana.ahiros.com.ar/entrevistas/herminia.htm).
Herminia es una especie de gurú para las juventudes luchadoras de esta época, que la escucharon con devoción en charlas, encuentros y manifestaciones. Siempre la tuvieron cerca, nunca se puso en un pedestal. Apostó a ellos. Pero tampoco les perdonaba una. Para ella, no había ninguna excusa para dejar de pelear. Los encandilaba con sus preceptos, que la juventud de distintos espacios recordará para siempre como una antorcha.
Jamás fue peronista. Ella era camarada, pero reivindicó el afán revolucionario de su hija Adriana Bianchi, militante montonera. Aún con las discusiones que tuvieron entonces.
Tres décadas después, Herminia reconstruía uno de los últimos diálogos con Adriana.
-Mamá, vos me enseñaste a pelear y a luchar y hay que llegar hasta el final.
-Sí, pero el final... Cuando hay tanta gente desaparecida, yo veo que se los llevan y no vuelven más, y no sabemos donde están de un día para el otro. Seguro que un día vengo y no te encuentro ¿y qué hago yo?
-No, vos quedate tranquila que soy yo la que te tengo que dar la noticia.
-¿Pero si vos no das noticia?
-Bueno, no vayas nunca a la policía a buscarme, porque es lo peor que podés hacer.
Adriana fue secuestrada el 4 de enero de 1977 en San Martín y Boneo, en la ciudad de Santa Fe. El 16 de febrero siguiente, hubiera cumplido 22 años. La mataron antes, en uno de tantos enfrentamientos fraguados por el Ejército. Herminia viajó, buscó en el hospital Iturraspe, en la morgue y en el cementerio. Se enfrentó a los insultos y a las amenazas de los militares. Y le mostraron cuerpos en estado de descomposición. No pudieron venderle gato por liebre: se negó a reconocer un cuerpo que no pertenecía a Adriana. Se quedó sin restos para velar.
Herminia no llegó a la militancia con la desaparición de Adriana. Era militante antes de convertirse en una Madre. Nunca paró de denunciar, de apostar a la conciencia colectiva. Así lo hacía con sus incesantes charlas en escuelas, en facultades, institutos de formación. Y su docencia en acción con los militantes más jóvenes. "Los militares crearon un terror para el resto de la vida. Esto tratamos de decirles a los jóvenes. Sobre todo que estén unidos, que se cuiden, pero que no dejen de luchar, que esto no termina, y nosotros llevamos la palabra, la memoria. Pero si la memoria no se practica, si la memoria no la hacemos presente, entonces no sirve", dijo Herminia en aquella entrevista. Para ella, hacer presente la memoria era estar allí donde hubiera una injusticia para denunciar.
Los recuerdos se agolpan. En cada movilización, en los juicios contra genocidas, en cada reclamo gremial, en las luchas interminables para recuperar fuentes de trabajo, en cada lugar donde se la convocara, ahí estaba Herminia, riéndose, provocando las risas con sus ocurrencias, dispuesta a levantar la voz, a ir al frente. Y siempre lista para señalar a los traidores. Ahí estaba maldiciendo a los milicos, riéndose y también, cuando lo consideraba necesario, retando con ternura.
Desde los muros de Facebook, chicos y chicas, hombre y mujeres, de distintas identidades políticas, convocaron a darle fuerzas a Herminia durante los días que estuvo internada. "Ahora nos toca a nosotros hacerle el aguante", decían. Y una canción se multiplicó por el espacio virtual, dedicada a ella. "No te entregues corazón libre, no te entregues", dice el tema de Rafael Amor, que corona con un "los únicos vencidos, corazón, son los que no luchan". Herminia era un corazón libre. En su trabajo, Viano usa otra palabra: "irreductible". Así era.
Ayer a la mañana, temprano, la muerte de Herminia dejó de ser un temor inminente para convertirse en realidad. El dolor se combinó con la gratitud, el recuerdo de los momentos compartidos, y la urgencia de levantar su bandera. Hasta hoy, a las 9, en la Biblioteca Popular Gastón Gori (Juan José Paso 7990, y Tarragona), se la puede despedir. Sin coronas ni flores, que ella despreciaría. En cambio, las personas que la acompañaron en los últimos días planean recaudar fondos para que Pami II tenga su tomógrafo, y los afiliados no deban ser trasladados a institutos privados, como pasó con Herminia.
Para tantas personas que hoy se sienten huérfanas, no hay adiós, sino la frase del Che Guevara que fue su talismán: "Hasta la victoria siempre, Herminia".
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