Jueves, 13 de octubre de 2005 | Hoy
Por Jorge Isaías
Hay un momento indeciso de la madrugada en que está todo en silencio. Es el instante posterior en que ya cantaron todos los gallos, incluso aquel de grito ronco que lo hace siempre a destiempo, como si llegara siempre tarde al festín del ritual de los saludos que se van concatenando y engarzando como las cuenta caídas de un rosario que no por conocido menos agradable al oído. No por el ruido en sí que producen sino porque traen a rebato los más escondidos filamentos del recuerdo.
Después había un largo rato de sosiego, cuando aún julio retarda las sombras que no dejan aproximar esos cabellos tenues de la luz que se presenta cada amanecer que será espléndida y brillante si la noche estuvo estrellada pero no dejará de ser mezquina si las nubes cubrieron el cielo mientras nosotros dormíamos con tanta intensidad.
Entonces sí, luego empezarán a gritar los teros. Primero uno sólo quebrará como un cristal el amanecer en donde estaba todo quieto, pero el alba será tajeada por sus gritos como una tela inmensa con tijeras desafiladas y ansiosas.
De a poco empezarán a encenderse las luces de las casas, a bullir las pavas en las hornallas para el mate ora solitario ora compartido será la auspiciosa bienvenida del día por venir.
Como la pequeña localidad está sujeta a las tareas de la explotación agrícola no será raro entonces que la mayor parte de las conversaciones giren en torno a los avatares del tiempo que hoy con la alta tecnología no se ha podido conjurar y tenemos la misma fragilidad frente a sus caprichos que nuestros antecesores primitivos que oraban hacia el cielo y ponían sus semillas con la mano.
Y la falta o el exceso de lluvias se le atribuía a dioses malignos o enemigos o esquivos.
Cuando los primeros motores arranquen agregando su desafinado esplendor al concierto mañanero que ya abrieron los pájaros, recién tendrá comienzo en verdad y de manera irrefutable, el día.
Y el pueblo, como una malla quieta, que estuvo un siglo detenida se pondrá al fin en movimiento.
No será raro entonces ver pasar alguna máquina o un tractor hacia el campo, o alguna mujer hacia la iglesia o un hombre que regresa, borracho, hacia su casa o lo que es menos común, algún jinete solitario, camino de los hondos campos que lleva a alguna estancia remota.
Los faros irán hendiendo la peligrosa curva de la ruta serán como un hálito claro pero tal vez lejano, porque rodea el pueblo, sin tocarlo, sin tener en cuenta ese grupo de casas que recién emerge del sueño.
El ruido de los motores de esos inmensos camiones que transportan cereales hacia los puertos pasarán rezongando con sus bocinas monótonas, como avisando que no se detendrán ni un instante en el pueblo, salvo aquellos que en silencio irán a estacionar en el bar de la estación de servicio de la ruta, pero son los menos. Pasarán al costado del pueblo como bólidos, como un sueño o como una nube pasajera, casi todos.
Esto es entonces una madrugada en este pueblo, mi pueblo o el de tantos otros, e incluso otros pueblos que no son éste, pero son muy similares, pero hoy soy yo quien mira todo desde esta casa vecina a la ruta que como un cuchillo áspero corta el aire y los vecinos campos sembrados más allá del Camino del Diablo.
Esta casa que permanece en silencio y que rodean los árboles y que ese silencio está con ella la mayor parte del año y el deseo de paz mío es eso: apenas un deseo que cada vez necesitamos más los que habitamos las grandes y hostiles cajoneras de las grandes ciudades grises llenas de odio y de violencia.
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