Miércoles, 3 de diciembre de 2014 | Hoy
Por Fernando Avilés
La última cucharada de nutella lo terminó asqueando. Estaba sentado frente a la computadora con los pies sobre la mesa y como un resorte se levantó y enterró la cuchara sobre la crema que quedaba en el frasco. Agarró el cenicero colmado de colillas y se puso a fumar un cigarrillo al lado de la ventana. Era medianoche y en la calle apenas transitaban unas pocas personas que, pensó Gustavo, quizás volvían a sus casas. De fondo sonaba una canción de Rufus Wainwright. Estaba un poco más tranquilo. Esto significaba que había empezado a madurar algunas ideas. Pero todavía le retumbaban en la cabeza las palabras que le había dicho Nicolás esa misma tarde. Un paso que das acá es otro que te alejás de allá. Le dijo eso y otras cosas. Pero esa frase condensaba de alguna forma el desfile agridulce de organizaciones, despedidas, planes, dudas, anticipaciones, recorridos. Mientras le daba una bocanada profunda al cigarro pensó en las consecuencias y se perdió en un laberinto ajeno. Un laberinto impiadoso con muchas salidas pero con pocas alternativas para terminarlo con vida. Sintió la nicotina en el centro del occipital y tuvo su segundo de felicidad. Olvidó el laberinto de ideas y se sumergió en la mampostería de los edificios modernistas de enfrente. Siguió el dibujo que trazaban las curvas sinuosas y miró en detalle las gárgolas con formas de murciélagos que colgaban de los remates. Minutos atrás las criaturas habían estado escupiendo agua a raudales. La lluvia había pasado pero la noche estaba perdida. Noche de lluvia, pensó Gustavo mientras pitaba el pucho con intensidad.
No es fácil tener un duelo a distancia. Yo lo viví con mi viejo y todavía tengo la espina clavada. Se te muere una persona y no la pudiste saludar, no la pudiste abrazar, no le pudiste decir que la querías. En ese momento Gustavo sintió una fuerte empatía con Nicolás. No eran amigos, apenas se conocían, pero tuvo la sensación de haber burlado por un instante el infranqueable muro de la alteridad. Se sintió más vivo que nunca y reprimió el desahogo cuando vio que los ojos de Nicolás cambiaban de aspecto, y entonces le dio una palmada en el hombro. Mi vieja tiene sesenta y cinco y yo voy una vez al año a visitarla. Ya estoy mentalizado de que como mucho la veré otras veinte veces en toda mi vida. Pero sé que es así y me hago responsable de esto. Es lo que elegí, le dijo después. Y, ahora, mientras aplastaba el filtro del cigarrillo en el cenicero, Gustavo pensó que no había elegido nada todavía. Un billete de regreso era una garantía. Una familia era una garantía. Amigos esperando, también. Pero las garantías, como todo en la vida, son volátiles, como lo son los deseos y los proyectos. Entonces, Gustavo se imaginó pasajero de un convoy en constante movimiento y con rumbo incierto. Se imaginó que el tren nunca se detendría, que sólo un obstáculo en medio de las vías le pondría fin al recorrido y que llegado el caso los vagones quedarían en medio del camino. Una vida vieja sin nada a cambio.
Volvió a sentarse frente a la computadora y apoyó de nuevo los pies sobre el escritorio. Intentó retomar algo que venía escribiendo pero no lograba concentrarse. Podía ver que la pantalla de la notebook estaba manchada con nutella. Pasó el dedo sobre la crema y luego se lo chupó. El sabor dulce lo devolvió a un clima doméstico. A las meriendas. Y se perdió en los recuerdos, como si su vida entera hubiera pasado ante sus ojos. Entonces pensó que en Argentina lo había dejado todo. Toda una vida. Treinta años de personas, de amores, de rincones, de aromas. Todo eso pasaba ahora a la historia. Una historia que con los años iría olvidando selectivamente para ser cada día un poquito más europeo. ¿Querría eso? No se lo podía responder porque tampoco estaba seguro de su vida en Argentina. De repente sintió que perdía el oxígeno. Intentó mantener la calma pero finalmente volvió a levantarse para fumar. Afuera había vuelto el diluvio. Eran las dos de la mañana y en el atado quedaban cinco cigarrillos. Quizás eran suficientes para aguantar hasta que termine la lluvia.
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