Martes, 27 de enero de 2015 | Hoy
Por Gabriela Gervasoni
El sueño de la nena de fuego aparece siempre antes de despertarme. En realidad es la pesadilla de la nena de fuego y es pesadilla sobre todo porque lo que sueño fue cierto. Todo fue cierto. Hacía bastante tiempo que no me pasaba.
Hoy, justo antes de despertarme, desde un suburbio mal iluminado salió otra vez la nena de fuego y a su alrededor todo empezó a quemarse de nuevo. Una cuna, un ropero, el caballito de madera, la cama grande, una heladera y hasta la garrafa de gas. Cuando las llamas se apagan sólo quedan cenizas opacas. El sueño recorta lo más importante de los hechos, reproduciéndolos tal cual me los contó papá.
Me voy a lo de Hilda- había dicho mi padre la primera noche.
¿Qué pasó?- preguntó mamá.
Yo estaba mirando televisión pero lo escuché contestar que pasaban cosas raras, que la nieta de Hilda tenía algo. Ella, una prima lejana, estaba en la puerta esperándolo porque no sabía qué hacer. Me quedé dormida con la luz encendida, después de dar mil vueltas en la cama. Cada ruido me aterraba.
Esa vez papá volvió muy tarde y lo encontré sentado en la cocina, a la madrugada, hablando bajito con mamá. Los dos estaban conmocionados. Con el mate de por medio cuchicheaban más con la mirada que con las palabras. Insistí tanto que al final papá me contó lo que estaba pasando.
La nieta de Hilda se llamaba Anahí, tenía tres años y casi no hablaba. Desde la mañana del día anterior, las cosas que tenían en la casa se prendían fuego. Primero controlaron la garrafa, la cocina, el calefón eléctrico. Después pensaron que algún loco pudiera ser el responsable de los incendios. De a poco se fueron dando cuenta de que las cosas se quemaban sólo en presencia de la nena y, además, que bastaba que pronunciaran el nombre de la cosa, por ejemplo cuna, para que la cuna fuera comida por el fuego. Después de un día de incineraciones la casa estaba devastada y la familia de la nena más todavía.
Yo estuve ahí, lo vi con mis propios ojos. Si me lo cuentan no lo creo; yo no creo en esas cosas.
¿Y qué hiciste, pá?
Nada, buscábamos agua para ir apagando lo que se prendía fuego. Hice que lleven a la nena afuera y después empezamos a sacar al patio lo poco que quedaba.
¿Y paró todo?- pregunté ansiosa.
No, qué va a parar. Dije: ojo que quedó el aparador adentro, y bastó que lo dijera para que se prendiera fuego el aparador.
¿Qué tiene esa nena, papi?
No sé, si supiera-
Al otro día llevaron al padre Marcos, el párroco de la capilla del barrio. Él sí creía en estas cosas, en el bien y el mal, en Dios y satanás y el poder del agua bendita. Ese segundo día siguieron ardiendo cosas que no se habían retirado de la casa; un almanaque, la cortina de la cocina, la mesada y el botiquín del baño. Era domingo. Atraídos por el humo, los gritos de Hilda y el llanto de su hija, algunos vecinos comenzaron a reunirse en la puerta de la casa y circularon todo tipo de historias y elucubraciones. Si alguno de ellos me lo hubiera contado jamás lo habría creído, pero ante el testimonio de mi papá era imposible dudar.
¿Qué dice el cura?- preguntó mi mamá.
Que es la nena, que es Anahí.
¿Y qué se puede hacer?
Rezar, según él.
La tensión no cedía. Ese domingo no fuimos al parque ni a dar una vuelta en el auto siquiera; papá iba y venía de la casa de su prima sin saber qué hacer pero sin abandonarlos. Me pareció tan valiente. En su cara había angustia pero sin miedo, sin pánico.
Al día siguiente llevaron a una mujer que le había curado a Anahí la pata de cabra, una especie de curandera que vivía en Acebal. Según mi papá cuando la nena la vio le tiró los brazos y quiso estar upa de ella. La mujer le hablaba, la acariciaba y la nena se quedaba quietita y la abrazaba.
¿Cuando la acariciaba no se quemaba nada?- pregunté.
No, a partir de ese momento no. Yo me vine y hacía un rato que no se quemaba más nada.
¿Y la nena?- preguntó mi mamá.
Anahí se había quedado dormida sobre una lonita en el patio.
Durante la semana papá trabajó normalmente, es decir, muchas horas. No teníamos teléfono así que cada noche después de trabajar pasaba por la casa de Hilda para ver como seguía todo. Mamá pensaba que la curandera había logrado mover algo. Nadie sabía qué, pero algo se había tocado. Aunque le preguntaba mucho papá sólo me respondía que estaba todo tranquilo, que ya había pasado y que lo olvide, por favor que me olvide de todo eso. Yo quería seguir hablando de la nena de fuego y aunque estaba aterrada quería ir a la casa, grabar en mi retina para siempre ese suceso extraordinario. Una especie de morbo me asaltó y no lograba dejar de pensar en Anahí, a quien, por otra parte, jamás había visto.
El sábado por la mañana dormía con mis tres hermanos. Hacía calor y nos habíamos tirado unos colchones en la habitación de mis padres, que era la única que tenía aire acondicionado. De repente dejé de oir el ronroneo del acondicionador y ese silencio me despertó.
Chicos, vengan, levantensé que traje a una amiguita a jugar con ustedes- dijo papá.
Era Anahí. Chiquita, rubia, con chupete rosa a pesar de sus tres años. Mis hermanos no sabían la historia del fuego, yo sí. Me dio mucho miedo que estuviera en casa, que fuera cierto que los incendios los causaba ella, que de verdad pronunciar una palabra fuera señal de fuego. Mi papá me obligó a jugar con ella, cada tanto me miraba como diciéndome que confiara en él, que estaba todo bien.
A la nena le gustaron mucho los juguetes de mis hermanos varones, sobre todo un autito a control remoto que cuando chocaba contra la pared se daba vuelta solo. Yo le sonreía con temor y creo que con un poco de lástima. A pesar de no hablar nos iba invitando a sus juegos, nos buscaba a mis hermanos y a mí con mucho interés.
Jugamos mucho ese día. Ella se fue a la noche y nunca más la vi. Salvo en sueños, cuando justo antes de despertarme se escapa y no tengo forma de olvidarme de ella.
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