Viernes, 27 de marzo de 2015 | Hoy
Por Marcelo Britos
Ella era extraña. Decían a sus espaldas que lo era. Pocos conocían su voz, y cuando hablaba, lo que decía estaba relacionado con el trabajo. Nadie conocía cómo era su vida fuera de allí. Nadie podía imaginar tampoco cómo era su casa; no había señales que pudieran reconstruirla, nada de su ropa, ni de sus hábitos. Delantal blanco, bolso oscuro con el teléfono, un recipiente con una manzana y las llaves del auto. Tampoco podían imaginarse qué música le gustaba, con cuántos se había acostado, y cómo lo hacía. Incluso, algunos en el puerto tenían la sospecha de que no le gustaban los hombres. Quizá porque era hosca y torpe, o porque respondía con silencio el acoso velado de sus compañeros. Pero todos deseaban que no fuera así, porque a su manera era hermosa, una belleza brutal y franca. Tenía los ojos azules, un azul marino intenso. El cabello negro, cayendo a los costados sobre sus hombros, telones de seda que anunciaban la espalda. Las pocas veces que sonreía mostraba una hilera de dientes pequeños y blancos, hoyuelos junto a la boca y rasguños del sol, alrededor de los ojos. Y aunque el cuerpo estuviera siempre escondido tras el delantal, si alguien se animaba a dibujarlo extendiendo el contorno de las muñecas y del cuello, terminaba siendo el de una mujer joven, casi adolescente, aunque por esos años estuviera pisando ya los treinta.
Era ingeniera agrónoma. En el puerto se encargaba de controlar la calidad de los granos que salían al exterior. Odiaba su profesión, o tan sólo odiaba el trabajo que le tocaba hacer allí. Sólo disfrutaba de un momento: los jueves por la mañana iba a los contenedores y enterraba la mano en la montaña de granos, y sentía cómo la rugosidad y la aspereza se deslizaba por su piel, mordida suave de un gato faldero. Lo hacía una y otra vez, hasta que se cansaba o comenzaba a sentir la mirada de los estibadores. Después se encerraba en el laboratorio, y al cabo de unos minutos añoraba esa sensación. A veces volvía a hacerlo, otras se quedaba con el deseo toda la tarde, y ese único respiro que le daba a su tristeza, terminaba siendo una frustración. Otra tristeza.
Le gustaba llegar por la mañana al estacionamiento, y bajar del coche y quedarse unos minutos contemplando el puerto, la fotografía que enmarcaba en su mirada a los barcos anclados en el río, algunos manchados por el óxido, marcados por la sospecha de que nunca más iban a poder salir de allí, que se hundirían en el canal, minutos después de zarpar. Las islas detrás, la línea verde y celeste que fondeaba el agua, el sol del alba delatando los botes y los ranchos de la costa. Le atraían los puertos. En unas vacaciones de invierno fue a Ushuaia. Hacía mucho que no se tomaba un descanso, que no viajaba otra distancia que no fuera la que la llevaba de Rosario a Funes, donde vivía. Le intrigaba el mito de que fuera la ciudad del fin del mundo, aunque muchos le dijeran que el final de algo dependía de dónde estaba el principio. Para los que vivían allí, en el sur, el final estaba en Alaska. El puerto de Ushuaia abría camino a un final, todo lo que allí esperaba tenía que volver, porque nadie vivía o podía vivir en el hielo, nadie podía navegar eternamente en el mismo lugar. Y sin embargo, detrás de las luces amarillas que manchaban la nieve y el cielo encapotado, se abría una distancia que parecía no terminar.
Había navegado en una excursión por el canal de Beagle. Cuando volvió al puerto, vio desde el barco las luces de la ciudad que trepaban la montaña, y entonces los que estaban anclados eran los que vivían allí, y el océano era el devenir eterno del tiempo, el destino que a veces podía elegirse y otras no, como si no dependiera de la voluntad, sino de algo ajeno que debía suceder o no. Ella no parecía sentir ese destino, acaso por eso miraba todas las mañanas el surco marrón del Paraná, como algo que no se puede tener y se desea con locura.
Había también una plaza seca, un murallón que rodeaba un mástil que la centraba y sobre sus ladrillos placas que recordaban a los náufragos. Barcos que se habían hundido en el hielo, aviones que habían caído. Allí quedaron, los ocupantes muertos, una muerte terrible y desolada. Los cuerpos aún estarían congelados, mostrando la juventud del momento de la muerte. Sin que nadie los pudiera ver, muñecos hundidos en la bañera. Recuerdos sumergidos para siempre.
Los domingos, en la casa de su hermana, se recostaba en el césped mientras los demás gritaban en la piscina, o jugaban a las cartas. Cerraba los ojos y traía desde esa oscuridad los pensamientos que la molestaban, y pretendía desaparecerlos. Hacía el intento, no lo lograba, y recomenzaba desde la oscuridad, una y otra vez hasta quedar dormida. Cuando despertaba era atardecer. El tiempo había pasado rápido, y al otro día, salvo por el instante frente al puerto en la mañana, volvería a sentir el tedio arenoso de la existencia. Y los pensamientos no se habían ido, nunca se iban. Si no fuera ese cuerpo y fuera sólo pensamiento, sería esa mancha oscura que la atormentaba, sería eso para los demás. Y no había que cercenar demasiado, tan sólo esa mano hundida en las semillas y los ojos que miraban el puerto.
El lunes no apareció en su trabajo. Ni al día siguiente, ni al otro. Su hermana se extrañó de no verla el domingo que siguió al último que habían estado juntas, y al que siguió después de esa duda. Si casa estaba como la había dejado, todo pulcro y aséptico, salvo una taza en la pileta, con un piso de café. Quizá porque no le prestaban mucha atención cuando solía estar, nadie pudo darse cuenta que desde el primer día de su ausencia, algo así como una tormenta se había encaprichado en quedarse sobre todo. Sobre el puerto, sobre los barcos, sobre el césped de Funes. Una tormenta apacible y serena, silenciosa como la brisa que le antecede a las verdaderas tempestades, pero oscura y terrible como el mismo infierno.
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina | Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux.