Viernes, 25 de agosto de 2006 | Hoy
Por Juan José Giani *
Una recurrente obsesión acapara la obra cinematográfica de Sidney Lumet: poner al descubierto de qué forma las instituciones estatales diseñadas para salvaguardar la seguridad de los ciudadanos resultan reiteradamente cooptadas por la arbitrariedad y el peculado. Una generosa galería de personajes permiten advertir cómo aquello que supuestamente iguala y protege en realidad culmina discriminando y agrediendo.
Es en el film Doce hombres en pugna donde el tema se expone con mayor sutileza y envergadura artística. Allí, un jurado compuesto por vecinos del común es convocado para dictaminar acerca de la inocencia o culpabilidad de un joven de condición humilde acusado de terminar con la vida de su padre. Desplegada sobre una estructura narrativa de raigambre nítidamente teatral, la película deja ver de qué manera se decide apresuradamente una condena en base a un heterogéneo conglomerado de prejuicios que atraviesan a los protagonistas (un padre de pésima relación con su hijo, un burgués que detesta a los pobres, un fanático del fútbol americano preocupado porque una final comenzará sin su asistencia, etc.). Aparecerá sin embargo la conciencia inquieta de un hombre equilibrado (el impasible Henry Fonda) que exige evitar apresuramientos, revisar cada alegato, repasar minuciosamente cada situación relatada por los respectivos testigos; logrando así lentamente revertir la tendenciosa opinión mayoritaria a partir de la instalación de una duda razonable.
La resolución final de la trama difiere radicalmente de la elegida para el otro gran filme de Lumet. Nos referimos a Serpico, el policía incorruptible que tras permanecer inmune a las tentaciones del dinero negro, padece un intento de asesinato perpetrado por sus propios compañeros. En nuestro primer relato un residuo de imparcialidad virtuosa augura esperanzas en el sistema judicial. En el segundo los atropellos ya no tienen remedio. El agente sano presenta su renuncia y el cuerpo policial neoyorquino retiene sus negocios sin el testimonio vigilante del personaje que encarna impecablemente Al Pacino.
Tres tesis parecen circular entonces al interior de la producción de Lumet. 1) En las propias entrañas de los sistemas de provisión de justicia anida el germen patógeno de la arbitrariedad; 2) ese copioso cáncer encuentra resistencias tan enfáticas como esporádicas en algunos individuos meritorios; 3) el devenir de esas pequeñas batallas alberga binarias desembocaduras: saneamientos focales pero alentadores o apartamientos resignados.
Las controversias sobre los alcances de la Ley no son obviamente patrimonio del mejor cine norteamericano. Piezas culturales claves del pensamiento argentino refieren talentosamente a ello. Sarmiento imagina al orden jurídico estable como exorcismo frente al despotismo del más valiente. El desierto y la disociación que éste lleva incita, originan y perpetúan la barbarie como espacio normativo donde prevalece impúdicamente el buen jinete y el experto en facón. En la Ida de Martín Fierro, a su vez, José Hernández interpela a un entramado legal que prometiendo equivalencia encubre el sojuzgamiento del más pobre. Instrumento que el juez de paz y el oficial de frontera utilizan en su provecho, el estado de derecho provoca rebeldía y no acatamiento. El gaucho desencadena su indómita fiereza cuando se percata de que la norma cristaliza el triunfo de la impostura.
El ocaso de la gauchesca promueve un esquema dilemático similar al de Lumet. En la Vuelta, Martín Fierro sucumbe y pasa de la impugnación intransigente al concejo moderado. El Juan Moreira de Eduardo Gutiérrez no admite conciliaciones. Su historia marca el derrotero trágico de quien prefiere la inmolación premeditada antes que reintegrarse a un dispositivo legal que considera abominable.
Percibimos que en estos tiempos el llamado paradigma de los 90 protagoniza su bienvenida bancarrota. La desregulación del proceso de acumulación económica, la privatización de servicios esenciales y/o estratégicos, la confianza irrestricta en el rol dinamizador de la inversión extranjera y la desprotección abusiva del mundo del trabajo han modelado un país social y éticamente devastado. Hay, sin embargo, algo más. Ha implosionado de manera estrepitosa el imaginario liberal que gobernó a los tumbos la Argentina desde la retirada de la dictadura militar. El putrefacto estado del sistema judicial y la flagrante y persistente connivencia con el delito que exhibe casi a diario la fuerza policial, grafican el rostro dramático de una hecatombe procedimental que no parece encontrar salida.
¿Cómo esperar que los ciudadanos depositen su confianza en órganos estatales que desempeñan funciones apenas ficcionales? Correctos representantes que elaboran ecuánimes leyes luego ejecutadas por instituciones ágiles y transparentes. He allí un círculo virtuoso que ha naufragado en la Argentina. Ideal regulativo (tendencialmente inalcanzable) que no obstante en nuestras tierras muestra niveles patéticos de incumplimiento. Coimas en el Senado, jueces que no resisten una declaración jurada de bienes y bandas policiales que fabrican secuestros extorsivos hablan a las claras de cuán hondo caló la decadencia.
Los acuciantes niveles de inseguridad que padece la argentina muestran algo más que un ingreso mal distribuido o un conjunto de funcionarios desorientados. No es únicamente un tema grave de la agenda pública sino además el síntoma contemporáneo de un cuerpo nacional maltrecho. Pone por tanto sobre el tapete la urgente necesidad de dar a luz una profunda reforma institucional alternativa al fetichismo procedimental del liberalismo y al puro decisionismo del hombre providencial.
Se impone en definitiva rehuir la encerrona con la que se topa Lumet: ni el culto al individuo virtuoso pero solitario ni el homenaje póstumo al resistente frustrado. Es la hora de galvanizar una voluntad colectiva conformada por hombres tal vez imperfectos pero probos; un nuevo sujeto político que facilite el control popular sobre la cosa pública, se empecine en desterrar cualquier atisbo de privilegio, vincule desarrollo económico con inclusión social y haga del aparato estatal un territorio amigable para el compatriota desvalido.
De no ocurrir así, la remanida alarma mediática, la respuesta normativa inoperante, o la crónica policial escandalosa serán cristalizados integrantes de un panorama que ya no tolera demagogias inmediatistas ni complicidades tácitas con las peores lacras de la Argentina.
* Subsecretario de Cultura de la Municipalidad de Rosario
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