Jueves, 9 de julio de 2015 | Hoy
Por Luisina Bourband
La vez pasada pisé un palito y me puse a llorar. Uno de Lego que era como un clavo miguelito. Lloré mucho mientras seguía juntando los juguetes, con una bronca bárbara. La mirada de Benjamín me volvió a centrar, temí que se haga melancólico, producto de una madre desbordada y sensible por mal dormida y otras desavenencias.
Estos días viví lo que es criar sola a mis hijos. O mejor dicho, criarlos sin presencia masculina y con un gineceo tecnocrático a la vuelta. Es decir, la ayuda de otras mujeres que dejan a sus hijos para cuidar a los míos, bajo el régimen del salario y los horarios pautados. El más chiquito mira mi celular y dice "papáaaa", estirando la a, porque su padre está de viaje y lo han visto en formato Skype últimamente.
La noche, por lo tanto, se vuelve un oasis que promete un sinfín de quehaceres no aptos para niños. El tiempo estrellado donde haré, pensaré y escribiré bajo un halo de inspiración. Donde voy a leer aquello que no es obligatorio ni sirve para algo en particular. Sin más, la puerta a la cultura, el territorio del gasto improductivo. La vindicación del toda madre, o su más allá. Eso si no me pongo a ordenar cajones, o no me duermo antes, vestida y sin lavarme los dientes, cuando intenté el silencio y la oscuridad como estrategia para que ellos se duerman.
Sin embargo algunas noches logro el cometido, producto de un día ordenado, dedicado y amoroso, y de que ellos no se den cuenta que estoy esperando para hacer otra cosa, y a las diez puedo ver alguna película en el canal yanqui pero un poco alternativo, de izquierda, pero no tanto, que pago como premium. O sea, una película soportable, que no sea ni el documental que dice toda la verdad y que me impida dormir luego, ni una más que todos sabemos cómo termina, de las ocho opciones de guiones que tiene Hollywood, y las cinco minas rubias e insípidas que parecen todas iguales. Ni la verdad desnuda, ni el imperialismo del consenso. Más bien una valentía modesta y cariñosa, por favor.
Cuando termina la película, que me tuvo atornillada a la cama, estoy en estado de estupor. El personaje (que es la pareja real actual de la princesa Charlotte de Mónaco, eso sí que es coherencia) mira a la cámara por primera y última vez, y con sus ojos azules, dice: "Son como niños, sólo quieren divertirse, seguirán así hasta que todo estalle".
Los "niños" son el grupo de banqueros que maneja el mundo, y que están festejando gozosamente lo que su presidente visible acaba de decir: "Seguiremos robando a los pobres para dárselo a los ricos".
Pienso eso que decía un compañero mío de la facultad. No alcanza con saber la verdad. Hace falta algo más. No alcanza con que Costa Gavras describa exactamente cómo funciona el sistema financiero, por la vía de la ficción que es todavía más efectiva. No alcanza con que muestre el corazón de los lazos perversos que definen nuestra reticulación vital, desde cómo gozamos hasta cómo envejeceremos. No alcanza con presenciar la minuciosa transformación subjetiva, su torsión sutil y monstruosa, del personaje principal de la película, que puede ser cualquiera de esos que salen en los diarios.
Pienso en las fotos que sacó el padre de las criaturas en la marcha, en esa Atenas que quiere discutir su futuro, que por esos giros del destino y el azar, hace unos días pudo presenciar. Pienso en las más ínfimas acciones y los más íntimos pensamientos que me hacen sostener cada día de los míos, cada día de la maternidad, del amor, del trabajo. Y por un momento se vuelven tan vanos, tan estúpidos, ante este orden de cosas abrumadoramente dominante, voraz, locamente acéfalo pero direccionado.
Por un momento la impronta de su fuerza carcome el sentido tan neurótico de mi vida, organizado en torno a ¿cómo amar?, ¿cómo trabajar? Juntando la platita, haciéndolo bien, mejor.
Por un momento, pero sólo por un momento, me desploma su arrasamiento, su indolencia, su poderío, y veo a los griegos perdidos otra vez mientras doblo la ropa de los chicos.
Por suerte la noche me permite dormir un poco aunque conservo la cadencia del film, su esqueleto de ideas, la impronta compacta de su contundencia.
Por suerte no hay escuela hoy. La lluvia suena en el techo de chapa. Benjamín cuando se despierta es tan delicioso y oloroso a la vez. Me dice mientras se despereza y se le sube la remera: "me encanta cuando llueve, me dan ganas de dibujar".
Pienso entonces en mi torsión monstruosa. La que me hizo creer Costa Gavras.
La seriedad del no hay escapatoria. Por suerte, se desvanece, como una pesadilla que se va con la noche. Hay algo que ellos no saben, y no quieren saber. Sobre este otro lujo supremo: la gratuidad del deseo, lo bello del sinsentido, el trabajo permanente de la infancia para que jamás la capturen, aquello que hará la diferencia irreductible entre los niños banqueros y mis hijos, quizás. Pienso tanto que el mate se me inunda, y en el baby call, ya, tan temprano y tan sola, escucho el balbuceo cómplice de mis mellizos que se quieren levantar.
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