Sábado, 1 de agosto de 2015 | Hoy
Por Eugenio Previgliano
Para Coty, con el oído bueno.
Me pasa esto, la escucho, me siento interesado; me acomodo cerca de ella con gusto y ansia por escucharla pero cuando empiezo -digamos-, al cabo de resolver lo que no me resultaba cómodo para estar, -como quien dice-, bien sentado, noto, sin embargo, que su discurso, dijéramos, se escande, en el tiempo con una morosidad que yo mismo he visto, pero en otras circunstancias. Ella sin embargo puede estar hablando -pongámosle- de un problema familiar y entonces, -a pesar de parte y todo- va diciendo, de a retazos, todo lo que desea decir pero sin embargo, de vez en cuando y sin que medie una razón original, legible o deseable, el discurso, -por decirlo así- parece interrumpirse.
El silencio -sin embargo- dura tal vez ni un par de segundos y cuando la plática vuelve, aquél que escuchaba lo que ella venía diciendo, tiene todavía en sí el ritmo demorado y leve que su propio corazón le advierte en el habla de ella y tratando de recordar lo dicho se pierde, -por así decirlo-, en la nueva cadencia que después de ese casi imperceptible silencio ella, le va imprimiendo a su deseable discurso.
Las palabras, sin embargo, en este nuevo modo que se instituye desde el silencio, no es que fluyan con la claridad que el oyente de alguna manera venía deseando. Bien por el contrario, acostumbrado al compás que antes, ella misma, con esa tardanza que la caracteriza, le había impreso, buscan en el que escucha, incesantemente y sin encontrarlo en el hablar que ocurre, sin embargo, cierta demora. Esta falta de ritmo, que se diría elaborada, adrede, sin embargo a ella, que mira pocas veces francamente a los ojos del, -por así llamarlo-, interlocutor, no parece incomodarla y cuando en medio de algo interesante, sin embargo, se interrumpe para dejar lugar a, -como si hubiera sido pedido por una autoridad mayor, por un espíritu o deidad de alta jerarquía-, un silencio que dura menos que una semifusa y que para los oídos resulta como su propia palabra.
A ella -decía- no parece incomodarla y por el contrario el gesto que desde su, -por ejemplo- su mirada que acompaña al silencio, parece que no es de quien espera una respuesta, un comentario o una queja sino que es claramante la cara, la de ella, de quien está hablando de un modo -pongámosle-, reconocible y si no fuera así, uno, que la escucha con atención e interesado, no notaría que cada vez que ella, por apenas un instante, calla, y se queda, como mirando algo que está por suceder en el futuro, y mismo en el ambiente parece notarse que no volverá a retomar jamás el ritmo que su discurso, algo en retardo, claro, imponente, tuvo antes.
Por momentos el interlocutor -se me ocurre-, parecería que desea, o tiene un instante de duda que le hace pensar en, interrumpirla. Pero es tan fluído el discurso que la, -llamémosla así-, decisión del interlocutor, lo aleja, lo aparta y lo calla de semejantes intenciones. ¿Una muestra de debilidad?
A ella, sin embargo, las pocas veces que le hayamos llamado la atención mientras habla, -acaso antes por distracción que por deseo de distraerla-, no le habrá parecido mal la interrupción y habrá seguido -de algún modo- en su concreta iniciativa de -centralmente- cambiar el ritmo de lo que dice en los intervalos de tiempo que constantemente, tal vez cada ocho sílabas, son separados por sus silencios.
Visto así lo que dice parecería -sin embargo- antes más música que palabra, pero sin embargo ella, que sólo sonríe cuando es preciso, sabe perfectamente que todas y cada una de las palabras que va ofreciendo -como una promoción distante- a quien sepa escucharla y cada vez que habla, que se calla, cada vez que hace un gesto parece -creemos- un ángel sonriente que ha bajado a decir cosas inapropiadas para los mortales y sólo puede ser condescendiente en la inacción, el silencio y la incomprensión de sus interlocutores y por eso, centrada y presa en su propia belleza, el angel o ella, en un momento que no es la mitad ni la cuarta parte o ni siquiera una fracción conocida de la unidad de tiempo, hacen un silencio en el discurso y con eso dicen, a pesar de lo demás y para cualquiera que pueda escucharlas, palabras angelicales.
Yo sin embargo, que no hace tanto que disfruto del escucharla, estoy -y tal vez a pesar mío- siempre esperando que me diga una revelación que no sé si sabré escuchar: tiento -sin embargo- a mi espíritu a callar y seguir escuchando, pero lo que viene -y esto es sabido- sólo impresiona mis fibras más íntimas y en el largo silencio de la noche oscura que me desvela, resuenan como un bálsamo que alivia, las palabras que ella dice, separadas por silencios largos, en apariencia impropios pero que también van dando, en la misma cadencia -no sea su falta- del discurso, los segmentos que, ella, sonriente con una sonrisa como de ángel espirituoso, va diciendo para que yo -que ya soy un hombre mayor aunque la haya conocido de niño- me vuelva bueno, al escucharla.
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