CONTRATAPA
› Por Regina Candel Martinez*
Uno esconde, tapa, pone recuerdos propios y ajenos debajo de la alfombra así no arruinan el paisaje. Sin saberlo nací envuelta en una historia con dolor que se fue acumulando de generación en generación. Idas y regresos entre Argentina y España. Huidas, despedidas, reencuentros, llanto. Mi abuelo Candel escapó de la España franquista y terminó su vida en Comodoro Rivadavia. Papá nació, creció, tuvo su familia. Sus hijos, mi hermano y yo, no pudimos conocer al abuelo que falleció joven. Yo aún acá, mi hermano volvió a España. Porque en este caso no es irse, es volver.
En esta historia siempre hubo un lugar que daba el único marco de alegría a la constante sensación de ojos tristes. La Hostería Steiner, a 2 kilómetros del centro de El Bolsón, se transformó en el único oasis dentro de un desierto incierto de personajes con hombros caídos y voces de llanto. Frente a la hostería el imponente Cerro Piltriquitrón, altísimo, como observando estas visitas de viajeros a lo largo de los tiempos.
En los años 50 mi abuelo pasaba al menos dos meses de verano en la hostería y usualmente lo llevaba a su hijo. Viajeros de tren y luego a caballo. Sobre las monturas recorrían los senderos del ¨Piltri¨, buscando respuestas, como si el cerro fuera un gurú. Así se acercaban hasta el Lago Puelo e iban a la playita, donde mi papá jugaba a tirarse desde un tronco empotrado en el fondo del lago mientras mi abuelo leía un libro recostado sobre las piedras levantando cada tanto la mirada para saludar a su hijo Danielcito.
A principios del 2015 me encontré tal vez sin saberlo haciendo un recorrido al pasado, como un viaje en el tiempo. Fue extraño llegar a la hostería y ser reconocida por su dueña Ana como la nieta de Candel Lopez. La escuchaba mientras preparaba una merienda en la cocina de azulejos azules, idéntica a la cocina de las fotos con mi papá de diez años. Me contó cómo mi abuelo tenía un rincón para tomar el sol y cómo mi papá se acercaba a esa misma cocina gritándole al hijo de los dueños para ir a jugar. Así salían corriendo al parque enorme, verde, muy arbolado. Ana se hizo cargo del negocio de sus padres, quedó sola, sin niños correteando. Ya no preparaba cenas, sólo el desayuno. Se la veía cansada.
Me quedé dos días en la hostería, leí en el parque al sol y desayuné en las mismas mesas donde desayunaba mi abuelo. Dormí, observé las aves que revoloteaban, jugué un rato con los perros. Caminando por el parque me impresioné al saber que ese era el único lugar compartido con mi abuelo. El único espacio en el mundo que me permitía imaginarlo, al menos por un instante.
Me alejé de la Hostería con destino a la playita en el Lago Puelo. Sentí de golpe cierto alivio al comprender que mi abuelo Candel fue no sólo un exiliado, un hombre político, sino también un hombre de piel y hueso, una persona real. Su imagen se alejó de la leyenda urbana para transformarse sólo en mi abuelo. Pude visualizarlo con su mirada de aprobación a mi papá que seguía jugando a los piratas desde el tronco empotrado en el fondo.
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