Lunes, 14 de septiembre de 2015 | Hoy
Por Víctor Maini
¿Cómo pudiste enseñarme tantas cosas en tan poco tiempo? Como todos los seres conocidos, que por distintas razones tuvieron la desgracia de marcharse antes de lo previsto, poseías una energía extra como presagiando el escaso tiempo con que contabas para dejar tu marca. Más allá de ese plus, me deslumbró tu sabiduría. ¿De dónde la habías obtenido, Flaco? ¿De tu corta experiencia, de la observación, o acaso la arrastrabas desde orígenes remotos como camalotes sobre el lomo de tu río sensible? Tus palabras acompañaban tus actos, reflejos de tus pensamientos. Dividías a la sociedad en dos grandes grupos, los hombres pobres y los pobres hombres. La puerta de chapa de tu departamento de pasillo nunca conoció de cerraduras. Era como una cortina de lata. Pensabas que los vecinos o amigos que la encontraran abierta ciertamente la íbamos a volver a arrimar contra su marco. Los ladrones, miembros del primer sector con necesidades primarias insatisfechas o los espías, socios activos del segundo club con ansias de violar tu intimidad, desprovistos de una vida propia, te despertaban cierta compasión. Trabajabas sólo lo necesario. Solías reírte de acumulaciones y de herencias. Asegurabas que el dinero, más temprano que tarde, desaparecería junto con la tristeza de la pobreza y la vulgaridad de la riqueza. Cazador de milagros mundanos, imperceptibles para los mediocres, custodiabas la poesía en el boliche de Calicho, sentado en tu lugar de siempre entre la segunda ventana y la mesa de billar, anotando frases de parroquianos en tu libreta roja, materia prima de tus escritos. Nunca pude leerte, Flaco. ¿Qué escribías? ¿Poesías, cuentos, novelas? Todo el material tenía un solo destino, la hoguera. Decías que las cenizas te obligaban a volver a escribir, a no dormirte sobre lo escrito. Tu obra fue leída por las llamas o consumida por la mirada febril de Alicia. A veces siento que lenguas de fuego me dictan con tu voz formas de derretir el hielo de una soledad acompañada que me aprisiona. Ciertos estímulos me obligan a revivir nítidas imágenes congeladas en mi memoria. Tu sentencia en tiempos violentos, "Aquél que mata un hombre, está matando un sueño". Tu pedido de disculpas después de aislarte por un rato detrás de una nube de humo de cigarrillos. "Perdonen muchachos, la estaba pensando... la estaba amando" Tu sorpresa en voz alta el día de tu último cumpleaños. "¡Cómo pasa el tiempo! Todo transcurre en un abrir y cerrar de ojos. Habrá que aprender a vivir sin pestañear, entonces..." No mucho más tiempo que un pestañeo duró aquel ridículo accidente. ¿Habrás tenido tiempo para darte cuenta de algo, o ya te habías percatado de todo? Hay quienes conmemoran el fatídico día, otros seguimos festejando tu cumpleaños. Tu vacío abrió aún más nuestro agujero existencial. Mi querido amigo Pipo, de tanto en tanto, cuando quiero recordarte, con un viejo tango de Moris entre los labios, entro a un bar de esos de antes y miro el mundo pasar.
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