Sábado, 14 de noviembre de 2015 | Hoy
Por Roberto Retamoso
Se salvará la voz,/ no el que la escucha. (Juan José Saer: "Diálogo bajo un carro")
El nieto: Abuelo, es noviembre pero las nubes y el frío, lejos de amainar, conservan su fuerte presencia. ¿Será augurio de lo que vendrá?
El abuelo: Augurio serían si cediéramos, impertérritos, al imperio de lo natural. Pero somos capaces de torcer su designio: de hecho, tantas veces supimos torcer el rumbo de las cosas, y no sólo en el Cosmos, sino también, en ese otro cosmos tanto o más inextricable y azaroso para nuestro entendimiento que es el universo humano.
El nieto: Pero en esos casos la suerte no estaba aún echada. No creo que éste sea uno de esos casos.
El abuelo: Imposible saberlo de antemano. Nuestro conocimiento de ese cosmos humano nunca puede ser predictivo, dada su propia naturaleza, por decirlo de un modo que es paradójico. Lo que de él sabemos, incluso cuando se inviste con los oropeles de la metafísica o la así llamada ciencia, siempre es aprèscoup, como hubiese dicho un pensador célebre por escudriñar lo que, de nosotros, nos está vedado saber.
El nieto: Discrepo con ese pensador. La victoria suele estar investida por los signos de la interrogación, pero la derrota siempre está signada por la forma iterativa de la tragedia, y esos signos son, de acuerdo con la lógica férrea del género, predictivos. Porque aunque la fábula se muestre abierta y pendiente de las peripecias que resolverán su curso, sabemos, por definición, que esa trama conduce obligadamente al encuentro con la fatalidad.
El abuelo: Eso es verdad, aunque en un sentido teóricamente abstracto. Lo que llamamos Historia es, por el contrario, un magma denso, hecho de detritus y restos de memorias, pasiones, y desde luego hechos de los que, de todas formas, sólo sabemos lo que esas memorias y pasiones nos permiten saber. Sería, así, el caudal espeso de lo que nos viene del fondo de los tiempos sin que podamos tomarlo con nuestras precarias manos, puesto que, pese a ser un magma, es lo suficientemente inasible como para que, de algún modo, lo pudiéramos contener.
El nieto: Abuelo, tus razones son deslumbrantes por su forma excelsa, pero no convincentes. Pareces un sofista.
El abuelo: Tu edad, sin duda, reclama palabras que entreguen certezas. Es muy comprensible. La mía, sin embargo, recela de ellas, porque suelen ser las máscaras que encubren lo críptico de eso que convenimos en llamar vida, experiencia, incluso mundo. Pero no reniego por ello de la fuerza de la voluntad que permita asirlo, si no como saber, al menos como poder.
El nieto: Abuelo, como ocurre siempre cuando hablamos de estos asuntos, te pones nietzscheano.
Al abuelo: No lo hago por convicción, que tampoco sería posible en este caso, sino por necesidad.
El nieto: ¿Necesidad de qué, abuelo sabio?
Al abuelo: Dejemos de lado lo de sabio que merecería, más que un pormenorizado examen, una discusión esclarecedora, y digamos simplemente de seguir viviendo. De no hacerlo, pasaría a revistar en las filas de los que convalidan el orden reinante recostados en un cinismo tan cruel como hipócrita.
El nieto: Me gustaría pensar como tu lo haces.
El abuelo: El tiempo, sabio que todo posibilita, permitirá que lo hagas cuando llegue el momento. A mí me costó días y años, marcados por, como dijo un líder que citamos en circunstancias como ésta, sangre, sudor y lágrimas.
El nieto: La sangre no fue solamente tuya.
El ausente: Fue sobre todo la mía, hijo suyo y padre tuyo.
El nieto: Que sueles visitarnos en ocasiones como éstas, para activar tu memoria.
El ausente: Y recordarles el sentido que deben imponer a las cosas, para que no desaparezca en un olvido ominoso que sólo servirá a los que mandan.
El nieto: ¿Y cuál sería en esta ocasión, padre amado y perdido, ese sentido que deberíamos imponer a las cosas? Veo, a propósito, que hablas como el abuelo.
El ausente: No otro que el de la lucha, porque aunque pueda conducirnos a destinos como el mío propio, es lo único que habrá de redimirnos como criaturas arrojadas a las fauces del oprobio y el mal.
El nieto: comprendo, padre. Comprendo también por qué eres hijo suyo.
(En ese momento el ausente desparece, y el abuelo y el nieto hacen mutis por el foro).
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