Lunes, 16 de noviembre de 2015 | Hoy
Por Víctor Maini
Nada era descartable. Todo era reparable. Los objetos en desuso servían para repuestos. En un cuartito en la terraza, selectivo como la memoria, entre fotos viejas, revistas leídas, relojes rotos, sillas con tres patas, un bastón de un abuelo desconocido y olor a humedad, pasaba recluido los días de lluvia o penitencias. Desde el escalón más alto de la escalera, con un almanaque de Alpargatas entre mis manos extraído de aquel museo, arrojé una pregunta inocente hacia mis padres, quienes tomaban mates aparentemente tranquilos en el medio del patio. "¿Quién cumplió años el 16 de junio de 1955?". Por primera vez observé llorar a un hombre que pensé que no podía hacerlo. Mi madre, que no me tuteaba cuando estaba enojada me gritó "¡guarde inmediatamente ese calendario en el lugar donde estaba, hágame el favor!". El miedo y la violencia son como el huevo y la gallina, nadie sabe quien nació primero, pero todos percibimos cuando coexisten. El terror suele reinar en el silencio. Nunca más pregunté sobre esa fecha en particular. Mi generación se "avivó" en la calle, sentados en el cordón de la vereda escuchábamos a los pibes grandes o a primos mayores esclarecidos en todo darnos cátedra de los temas prohibidos, principalmente sexuales. Ellos tampoco sabían nada sobre aquel día. "En el colegio me enseñaron que este país es grande y tiene libertad". En la secundaria nunca había tiempo para completar el programa y la historia se terminaba a fines del siglo diecinueve. Una tarde, de pasada, en un pasillo del establecimiento escuché a un integrante del centro de estudiantes proclamar "en ningún país del mundo las propias fuerzas armadas bombardearon a su pueblo en la plaza mayor como lo hicieron aquí aquel fatídico 16 de junio". Ese mismo día me metí en la historia grande enamorado de la política. Aquellas bombas y metrallas habían encendido un espiral de violencia que de una u otra forma iba a quemarnos a todos. Los primeros trescientos cincuenta muertos se multiplicaron por cien. A mi viejo lo vi llorar por segunda y última vez en los noventa, en uno de sus pocos momentos lúcidos, cuando descubrió en la portada de un diario la foto de un presidente electo, de apellido capicúa, abrazado de un anciano Isaac Rojas que curiosamente conservaba la misma sonrisa de siempre. Algunos medios de comunicación insisten en prolongar la amnesia contando que el mayor ataque terrorista sufrido por nuestro país fue la voladura de la AMIA, intentando naturalizar o justificar con el olvido nueve toneladas de bombas lloviendo sobre una población civil indefensa. El tiempo me enseñó, entre otras cosas, que hasta los que no habíamos nacido en el 55 cumplimos años en esa fecha. Todos, los que se creen objeto de la historia, los que nos pensamos sujetos de la misma, inclusive los tontos, que piensan que todo empezó el día de su natalicio, supimos del odio en sus distintas versiones. Entre algunos tesoros de mi herencia, guardé aquel pedazo de cartón con un taco calendario pegado en el centro, envuelto en el mismo papel celofán. Seis décadas me parecieron suficientes para dar vuelta la hoja. Elegí la soledad de la madrugada para la ceremonia. Con mano temblorosa repasé cada una de las palabras y número, junio, dieciséis, jueves, San Aureliano, Cto. Creciente, Sol sale 7.59 / Pón 17.47. De un tirón despegué la funesta fecha. Como acostumbraba mi padre leí en voz alta la leyenda escrita en el dorso. "La fuerza es el derecho de las bestias" Cicerón (106 a. C. - 43 a. C.).
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