Miércoles, 25 de noviembre de 2015 | Hoy
Por Julio César Quinteros
Después de renacer, al otro día, si es que puede decirse día, si es que puede escribirse otro, recibo una llamada mensaje de Grasso Barrera, Walter, Pablo, Enrique, ése sujeto, que indica ciertas coordenadas. Acepto. Volver a encontrar a Grasso cada día me ilumina, aún que es él, gruñón, aún que soy yo, tardío imbécil huntereado sin gonzo ya. Reencontrar a Barrera Grasso es renacer en vida. Es que ese sujeto tiene una particularidad de partícula, de germen, de virus y celulación. Es inmenso. Es tridimensional. Es bidimensional. En fin. Es un hermoso compañero, hablo de hermoso, sí, suena como suena. Háganse entender por vosotros mismos aquellos que no comprendan lo que escribo con bonhomía y dedicación. Digo, pues, renací al otro día de morir y llegamos a esperar a alguien en una cuadra, para nada, llegamos a volver a retornar a mitrio, a regresar a urquizio, a regresar siempre. Eso es lo que nos sucede: regresamos. Y esperamos. Siempre. Y hablamos siempre y escuchamos siempre y sabemos que no sabemos. Somos ciegos. Siempre. Siempre. Libres ya de toda autoridad lingüística, partimos. Y el Opel continuaba estático allí, en calle Urquiza. Fue así que nos reunimos otra vez a intentar trasladarlo hasta un galpón en el bello barrio Bella Vista mi patria, cedido amablemente. La nochecita ya transcurría mientras estuvimos esperando a la chula en mitrio, escuchando una voz, unas palabras en las noticias, una relectura de siglos pasados, una salud a la salud. Llegó chuleta y marchamos los tres hasta allá, a por el Opel. Estaba donde siempre, ante la puerta del cajero automático, sin fila ni gente, sin nada más que su brillo en las chapas pulidas la otra tarde. Subo una caja de libros para Alicia y bajo enseguida y nos disponemos a viajar en el Opel hasta la patria el barrio Bella Vista, vasta odisea si las hubiera.
Arranca. Vamos bien. Activo, rueda por sobre los asfaltos, transcurren dos tres cinco cuadras, vamos bien. Comienza un sonido extraño y se detiene mortalmente otra vez. Resoplamos los tres, la chuleta en silencio, bajo sus gafas, bajo la melena enrulada que le corona, bajo el gorrito japonés, en silencio resopla también. Walter increpa al destino, a las santas evangelias y hasta al papa mismo Perón. Conjetura, dice y desdice. Es noche ya, es noche y no llegaremos a ni una parte de la ciudad. Apeamos y regresamos a Urquiza a buscar el 21. Canturreamos alguna canción, reímos otra vez, la chula se tienta en un momento y reímos otras veces. Llegamos y ocupamos el 21, chulette se sienta detrás. Pablo Walter dice pará que voy al estacionamiento a mear. Le sigo ya que la cerveza temprana de hace un rato genera. Cruzamos al baño del estacionamiento, cada cual a su turno y charlamos un momento con el muchacho que trabaja allí, reímos, los tres. Al salir y cruzar la calle Urquiza vemos el rostro de chulita recortado en la ventanilla trasera del 21, la que no baja el vidrio, resignadísima, sin mirarnos. Pablo murmura mirá, mi hija ya está curada de espanto conmigo, siempre son aventuras. Río, carcajeo en el asfalto y subimos al automóvil. Chuleta no dice nada, walter le dice no me aguantás más eh hija, y ella ríe y dice que sí, que lo aguanta y que en verdad siente hambre pero está todo bien, reímos, claro, los tres. Y dejamos a chula en Italia y regresamos a mitrio. A las velas y a Manchester después. El Opel estaba estacionado en unas cuadras hacia el oeste, sobre calle Urquiza, más desplazado hacia la odisea, como nosotros en nuestro movimiento, el Opel en su quietud. Esperaba, paciente, el remolque. Y el remolque llegó. Un mediodía de ayer recibo llamado de Grasso Barrera diciendo pegué una linga posta. Y armamos la tarde para más tarde. Luego de varias peripecias y placeres llego a Urquiza y Enrique me noticia que llamó a otro colega para el trámite de acarreo porque no sé conducir y se me va a complicar. Opino que es lógico e inteligente optar esa opción. Rescatamos a Alejandro desde adentro de un diario del exterior de un bar en la esquina de Urquiza y emprendemos la odisea final. Abordamos el 21 los tres y rodamos hasta el Opel, seis o siete cuadras más hacia el oeste. El Opel estaba allí, en su eterna quietud, en su paciente demora, en su no irse constante, no digo quedarse, digo: no irse. Constante. Sin cesar. Efectuamos las peripecias pertinentes al amarre y comenzamos a rodar ambos vehículos, 21 y Opel, en tándem, con una linga posta, con soltura y certeza. Rodamos y rodamos algunas cuadras, acercando el objetivo, frenamos algunas veces y va todo bien. En un cruce de las calles sucede el accidente. El 21 tiró de más y la linga estalló en un latigazo rastrero. Afortunadamente rastrero ya que de haber saltado hacia arriba pegaba en el vidrio de lleno. Separamos las partes y acomodamos los restos y retornamos a amarras. Una vez aseguradas, partimos hacia destino, constantes. Las cuadras se suceden en armonía, el viejo barrio de la estación terminal comienza a transitar fuera, las cuadras y esquinas que soportan recuerdos, memoria y personas. Esquivamos a un idiota en motoneta y otro idiota en motoneta hizo una maniobra extraña e inútil. Otro idiota en automóvil sonó su bocina un par de veces extendiendo y molestando al audio ya que no sirve para nada del tráfico el sonar bocinas. Giramos una última vez mas y llegamos a certeza, destino. La soga de la linga sufrió y llegó, algo despeluchada en un sector que raspó con las chapas bajas del Opel. Torturamos al freno del 21, al del Opel, en el viaje, llegaron sanos. Llegando, descendemos de cada vehículo y Saúl muestra una amable sonrisa y saluda y estrecha las manos y abre un portón inmenso. Se abre un galpón, Saúl saca un auto y lo estaciona en la vereda, de coté. Baja, entra al galpón, sube a otro auto y lo saca también desde el galpón, dejándolo en la vereda, del lado opuesto al primero. Entramos los cuatro al galpón y necesitamos mover la lancha que está al fondo. Hay mucho polvo en todo, es un galpón. Movemos la lancha y un kayak y otras otras cosas y acomodamos todo para que el Opel llegue por fin a un puerto. Regresamos hasta la calle y enfilamos el Opel al galpón, lo acomodamos en el fondo y saúl entra sus dos autos otra vez, primero el segundo y después el primero. Enjuago las manos en una pileta enorme y recupero mis gafas que dejé estacionadas en una mesa al fondo del galpón. Salimos todos, saludamos y abordamos el 21. Regresando por fin a Manchester, a por un par de birras frescas, a descansar luego de odisearla con el Opel durante muchas jornadas, regresamos a charlar blablabla y reir otra vez. Otras veces. Al fin.
Al fin el Opel descansa bajo techo, sus brillo y opacidad descansan pues, su no irse y su nunca irse yéndose descansan, al fin.
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