Lunes, 30 de noviembre de 2015 | Hoy
Por Pablo Bilsky
En el quirófano todo era silencio y espera. Los espectros umbrosos de las pulcras, gruesas patas de araña que sostenían el instrumental se descolgaban desde lo alto y producían sombras chinescas en las paredes. Sostenían monitores e instrumentos que permanecían mudos y desgarbados, como colgajos. Minaretes, caracoles, elefantes, molinos, pagodas, anoté. "En vida ella había dicho que le gustaría donar los órganos", dijo el marido. El recuerdo resultaría decisivo en la determinación de la familia. Las anotaciones en mi libretita eran muy fragmentarias. Imposible reconstruir lo que allí ocurría a partir de esos garabatos (...). La psicóloga se comunicó con el marido de la paciente, que pidió ver a su esposa antes de la ablación. El hombre llegó acompañado por sus dos hijas pequeñas y todos juntos entraron a la sala de cuidados intensivos. En los pasillos aledaños, incómodos por lo estrecho del espacio y la falta de lugares donde sentarse, el equipo médico iba y venía, hacía y recibía llamadas, discutía. "Los de la Fundación Favaloro piden los pulmones", dijo el coordinador a su pequeño aparato mientras paseaba nervioso por los pasillos. "Ojo con la presión. Está subiendo pese a que sigue orinando bien", advirtió con gesto adusto el médico intensivista encargado de controlar la hemodinámica del cuerpo. La paciente se hallaba conectada a una serie de aparatos a través de tubos, cables y sondas. Carecían de nombres para mí. No había manera de registrarlos. Dos frazadas azules y tres bolsas de agua caliente intentaban mantener la temperatura del cuerpo. El teléfono del coordinador no paraba de sonar. Su musiquilla se había convertido ya en una molestia. No supe identificar el nombre de esa melodía. "Parece que el hígado va al hospital Garrahan de Buenos Aires, es para un chico de 16 años que está grave a causa de una hepatitis fulminante". "¿Hay hielo?". "Me llamó el coordinador de Favaloro por el pulmón". "Chagas negativo. Subunidades beta negativo", dijo al teléfono, entre otras cosas que no entendí. Por tercera vez apareció una mujer en ropas de cirugía, o como se llamen, de color verde. Era la jefa de quirófano, ansiosa por saber cómo iba a seguir el operativo, cuántos médicos iban a venir, y, muy especialmente, a qué hora. Sobre las 15 el mayor problema era saber si los pulmones iban a ser aceptados por la Fundación Favaloro. A las 15.45 se dio aviso a la central de emergencias y a la policía para que estuvieran preparados para ir al aeropuerto. Minutos después llegó el cirujano cardiovascular que trabaja como ablacionista, creo que esa es la manera correcta de llamarlo, aunque no suene bien y sea muy largo. Encontró al resto del equipo preocupado y con signos de cansancio. "Vamos che. Lo único que importa ahora es que le vamos a salvar la vida a un pibe de 16 años", dijo a modo de saludo. Creo que dijo 16 años. Cuando poco después se descartó la posibilidad de ablacionar los pulmones, rechazados por la Fundación Favaloro, una suerte de angustia y resignación se apoderó del equipo. Pero enseguida apareció otro problema mayor que no dio tiempo a las lamentaciones y produjo otro de los momentos críticos del operativo. A las 16.30 el equipo del Hospital Garrahan -que se encargaría de la ablación del hígado en Rosario y de su posterior implante en Buenos Aires- avisó que saldría de Aeroparque dos horas más tarde. Explicaron que habían terminado de realizar un transplante que duró catorce horas. "En dos horas perdemos todo", se quejó el ablacionista. "Hay que calmarse y esperar", repitió el coordinador, que caminaba nervioso por los pasillos con su celular en la mano. El cable del cargador del aparato colgaba, y al arrastrarse producía un sonido ambiguo y molesto. Minutos después llamaron desde la central de emergencias preguntando qué sucedía. El coordinador les explicó que "la cosa sería cerca de las 20". A las 18 se dio aviso a los veinte primeros posibles receptores de riñón en lista de espera. A las 18.10 volvió a aparecer la mujer en ropas de cirugía: "¿A qué hora?", insistió. En ese mismo momento ingresaron al área restringida seis visitas de la paciente. "Atrás, atrás", gritó una enfermera. "Hagan lugar en el pasillo para que pasen las ambulancias", ordenó produciendo el estupor de todos los presentes. A las 18.30 llegó la hora señalada: se cumplieron las dos horas que iba a demorar el equipo del Garrahan para salir de Buenos Aires. Desde ese momento se empezó a esperar con desesperación ese aviso. A las 19 decidieron llamar. "No doy más", exclamó el coordinador. Por ahí iba el título de la crónica, anoté. Pero enseguida me arrepentí. A las 19.15 intentaron llamar al coordinador general de Buenos Aires, para pedirle el teléfono del coordinador hepático del Garrahan. Alguien los atendió en algún hospital de Buenos Aires, y les dictó el número. Con manos temblorosas dos integrantes del equipo tomaron nota apoyados sobre un recipiente para residuos patológicos. "No me puedo comunicar". "¿Va el 011 adelante?". Finalmente, cerca de las 19.30 se pudo establecer la comunicación. Anoté una lista de preguntas, numeradas. El coordinador surgió de uno de los rincones oscuros del sanatorio con una expresión de alegría en el rostro: "Salieron de Aeroparque hace un rato. A las 20.15 están en Rosario". "Avisen a la central de emergencias y a la policía". "Parece que un riñón va al Chaco". "¿Hay hielo?". Cada integrante del equipo corrió hacia una dirección distinta, esquivando enfermeras, médicos, y hasta algún desorientado visitante que buscaba en la zona de quirófanos a un familiar internado. La psicóloga volvió de su visita a los parientes de la donante y enseguida comenzó a narrar su experiencia al resto del equipo, pero se atragantó con su propio llanto. No supe si anotar o no. "Fue impresionante. Parecía un velorio pero sin el cuerpo. Me agradecieron por la ayuda que les dimos. Estoy muy contenta", dijo con dificultad. "La madre quiere venir a verla antes que se haga la ablación", agregó. "Llamala para que venga ya, porque esto dentro de un ratito va a convertirse en un tremendo caos", respondió el coordinador. Y dijo algo más que no entendí. Enturbantados, todos cubiertos, solo ojos, varios miembros del equipo entraron al quirófano y comenzaron por fin la danza. Como un flujo de aguas, anoté, inseguro. Una coreografía. La danza de los ojos les recuerda la disolución. La perpetua transformación del mundo, el devenir de los átomos. La danza de los ojos posee múltiples niveles de articulación. Párpados, pupilas, iris. Con turbantes, y gorros y barbijos y mascarillas, la danza de los ojos organiza los distintos niveles de sentido. Código complejo de señales, se superponen y combinan con las líneas de luz de los gráficos que surgen de las pantallas y se reflejan en las superficies espejadas de los instrumentos. Es una coreografía orgánica, que relaja y tensa el cuello y produce sacudones en los pliegues de los turbantes y las ropas de cirugía. Trabajan entre corrientes de aguas. Microcosmo y macrocosmo. En un rincón, entre los aparatos rechonchos que bufaban y bostezaban, grandes volúmenes de oscuridad se retorcían en silencio, iban adelgazando hasta volver a alcanzar su obesidad inicial, densa aunque hecha de sombras. Una y otra vez. Minaretes, pagodas, huertas, valles y elefantes.
"La ablación" es un fragmento de la novela Herodes editada por Yo soy Gilda. Se presenta este miércoles, a las 19.30, en Ricchieri 452.
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