Jueves, 11 de febrero de 2016 | Hoy
Por Luisina Bourband
Parece de esos muebles de bar con banquetas que se usaban en los ochenta, pero es una tabla improvisada, al lado de la pileta, para cobrar la cuota. Del otro lado del tejido, veo a Benjamín que sigue el recorrido de la pelota. Dos chicos se la pasan y él los mira haciéndoles carita de bueno. Atento a caerles bien para hacerse amigo, se las arrima cuando la pelota se les va, comenta sus acciones. Los otros, mßs fornidos y tostados, mßs hechos de golpes e intemperie, no le dan ni la hora. De las situaciones que me causan debilidad, esta es una de ellas. Quisiera ir a facilitarle las cosas. Sortear el sadismo infantil que todos sufrimos alguna vez. La verg³enza, la humillación, el desprecio. Contengo mi desesperación con palabras restrictivas de León (al estilo: "déjalo que se arregle solo, si no va a ser un pavote"), y me voy sin mirar de nuevo.
Todas las decisiones que tomo respecto a mis hijos, adquieren un borde trascendental, como si definieran grandes aspectos de su vida, como si cada acto moldeara directamente su personalidad. Incluso la nimiedad de elegir una colonia de vacaciones. Me debato largas horas si llevarlo o simplemente dejar que el tiempo estival transcurra, sin obligaciones. Una rumiación que compara infancias (la mía y la de ellos), y pondera sin cesar ventajas y desventajas. Hablo con madres de amiguitos para preguntarles qué hacen, le consulto a Benjamín, transfiriéndole mis dudas, sabiendo que el manual de procedimiento de madres dice que primero tenés que decidir y después, bajarle línea, a parque cerrado, manejando las negativas. Finalmente, una mañana en que no los soporto mßs, decido de un saque su futura rutina.
Cuando lo voy a buscar, al lugar que elegí bajo serias dudas (no conozco los apellidos de nadie, ni la seguridad de la instalación eléctrica), indago obsesivamente el entorno, busco signos precisos que me transparenten la situación que los niños viven en mi ausencia. Me fijo dónde estß sentado, si apartado del grupo o integrado plenamente a él. Miro las caras de los profes, tasando su grado de entusiasmo, que encuentro siempre impreciso y distante. Soy la única que entro hasta donde estßn reunidos los niños en su última media hora. Juegan a las cartas, o al BladeBlade, sobre un piso marcado con tiza. Los demßs padres esperan afuera. Yo ingreso, ante la falta de instrucciones claras. "Hola- me dice la profe arrastrando la a- Benjamín, no te olvides la mochi y las anti.". Y las galles y labote pienso detestando su economía ling³ística, y todos los tipos contemporßneos de abreviatura, pero no se lo digo. Mi hijo estß siendo perseguido por una pequeña Amazona de bikini y cabellos largos, que lo toca y lo mira fijamente. Otra mßs grande, que acompaña la cacería, me mira y menea la cabeza, compadeciéndose de él, pero apoyando firmemente las acciones de su amiga. La profe me dice que a mi nene lo conoce, que si iba a natación a ese lugar donde ella enseñaba. Le digo que sí, que antes, que el año pasado fue a otro lado. No le digo que porque el lugar anterior me parece nefasto, que descuidan a los chicos, y no tienen el mínimo tino pedagógico. En ese momento recuerdo. Ella se me hace familiar. Es ella! La gorda loca exhibicionista!
Fue hace dos años, Benjamín todavía iba al jardín, una de mis salidas, con la beba, era llevarlo a natación, dejando al bebé en casa (uno por vez). El recuerdo se me viene mßs o menos así: vemos la pileta detrßs del vidrio y lo saludamos a Benjamín, tan blanco, tan inocente, adentro de esa pecera. Me paso la hora tratando de controlar a la nena que se mueve como lagartija y gatea hipnotizada hacia la parte baja del kiosco, directo a los paquetes de Saladix. En ese contexto de calor vaporoso y hormonal (estaba amamantando), sucede. Cuando lo estoy cambiando a Benjamín en el vestuario, entra la profe (ella, la gorda, la que grita, la que nunca le dijo bien el nombre a mi hijo). Mientras conversa con una de las mamis, se saca la malla íntegra y queda en pelotas. No puedo creer el espectßculo, la panza, el anfibio que tiene como sexo. Mi hijo mira con los ojos como dos huevos fritos. Mi infancia es la que se cruza y mi propio trauma se interpone impidiéndome tener una salida rßpida. Me debato entre la madre progre y la madre prohibitiva. Una estupidez total. Decido con cierta inseguridad decirle a mi hijo que no mire. Lo mßs bizarro es que cuando se viste, es como que recién ahí lo ve, y empieza a jugar con él a aparecer-desaparecer detrßs del biombo que protege la puerta. Estß del tomate. Atrasa cuatro años en la psicología evolutiva. Y después, para cerrar tremendo cóctel, le dice: "¿Sabés que tenés los ojos mßs hermosos de toda la pileta?". Qué gorda loca exhibicionista. Pobre mi hijo. Encima se la tiene que encontrar de nuevo en la colonia que yo escogí. En realidad, él no la recuerda, ya quedó su sexo fofo arrojado al fondo de su inconsciente. La que sufre el efecto de la repetición soy yo. Salgo nadando en indignación, mientras Benjamín sigue hablando sobre el nivel del jueguito electrónico que va a intentar superar esta tarde. La conexión entre la cantidad de variables aleatorias que arrojaron la elección de la colonia y este encuentro repetido, me dejan sorprendida. ¿Había alguna forma de evitarlo? ¿Hay una gorda loca exhibicionista esperando detrßs de cada decorado, para aparecer- desparecer? ¿Habrß un niño sßdico, fornido y tostado, esperando, en cada patio, a su presa? ¿Todos ellos inmunes a mis frßgiles cßlculos, a mi pretencioso azar, en pos de salvar a mi niño del mal?
Esa noche, en los momentos en que puedo dormir un rato, sueño que le digo a Víctor Hugo que puede volver a la radio. Soy la gran componedora universal, parece. El gran colchón psíquico que amortigua las durezas de la vida. La que lima las asperezas. En mi pueblo, las mujeres de mi familia me dirían: "sos una ilusa". Hay en la maternidad esa insistencia por habitar lugares imposibles. Es nuestra propia repetición disfrazada de azar. Nuestra propia duda sistemßtica girando siempre en torno al ombligo envenenado. Nuestra propia forma de abreviar la maldad. Nuestra propia maldad.
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