Lunes, 22 de febrero de 2016 | Hoy
Por Irene Angela Ocampo*
Eran los principios de los noventa, creo. Y en mi búsqueda alocada, casi desesperada a veces y por los pocos indicios que sacaba de la lectura de los suplementos literarios que salían en los diarios, podía llegar a intuir que había escritoras que en pleno siglo XX se animaban a contar historias en las que las mujeres que amaban o se enamoraban de otras mujeres no sólo aparecían, sino que además no se morían de enfermedades terribles ni eran condenadas o encerradas en asilos, o tragedias por el estilo.
Creo que la iluminadora lectura de Fruta prohibida, la primera novela de la inglesa Jeannette Winterson, con su carga autobiográfica y el tema de la religión sobrevolando toda la historia, ya me había influenciado y quería más.
Y al fin Carol llegó a mis manos. La descubrimos con mi compañera de ese momento, en la librería más importante de la ciudad, en el estante de la editorial española que lo editó por primera vez en nuestra lengua. Vimos a la autora, nos llamó la atención, porque no parecía que fuera otra de la serie de Ripley. Leímos la contratapa y la llevamos sin titubear. Luego de que ella la leyera, me la pasó, y emprendí su lectura con la avidez propia de alguien que encuentra por fin lo que tanto tiempo había estado buscando.
Leer Carol fue sentir como si me "hubiesen tomado" desde adentro del libro. Creo que llevaba el voluminoso tomo por todas partes, quería terminar de leerla, pero también quería que su lectura se prolongara infinitamente, tanto era lo que disfrutaba leyendo la escritura de Patricia Highsmith, traducida a un castellano no demasiado europeo.
Y no pude dejar de imaginarme una película. Mientras recorría la historia y las carreteras norteamericanas surcadas por esas mujeres enamoradas una de la otra, pensé que el cine podría reflejarla muy bien. Una road movie lésbica, un peliculón, con guión basado en una novela de la famosa escritora norteamericana residente en Suiza, y así sucesivamente.
Leía, y seguía pensándome como la productora y directora de casting de la película que contaría una historia de amor lésbica con todo el glamour de Hollywood, y un poco de lo árido y agreste del interior de cualquier país americano, próspero, pero aún emergente, como lo era el país de la novela, Estados Unidos en la década del 50.
Carol es rubia, tiene un encanto que va más allá de su figura, de sus ojos grises. Yo pensaba qué rubia clásica del cine podía ponerle piel, mirada, sonrisa genuina, y amor maternal a esa mujer de la novela. Lo que se dice una rubia de carácter. Seguía pensando en mi adolescencia tardía, no había visto muchas rubias clásicas, sólo unas pocas, pero lo suficiente para saber que una Marilyn era demasiado "rubia" para ese papel.
Las palabras de Highsmith me permitieron intuir un poco el público que leyó The price of Salt, el título con el que salió en su momento, y firmada con un seudónimo. Highsmith ya había tenido un éxito literario y su primera novela había sido adaptada nada menos que por Hitchcock. No quería correr riesgos. Aunque su novela pasaba como una pulp más, pero de esas exitosas, incluso la ilustración de la tapa tenía ese tono, su historia sobresalía dentro de ese género. Highsmith lo sabía, y lo reconfirmó cuando empezó a recibir correo de lectoras de diferentes estados del país, comentándole lo bueno que era para ellas leer una historia de amor entre chicas que no terminaba en desastre, muerte o promesas de "reconversión" a la heterosexualidad.
Pero no fue hasta que terminé de leer el libro y releerlo cuando después de volver por vaya‑a‑saber‑qué‑número‑de‑vez Vértigo, de Hitchcock, que encontré a la improbable actriz protagonista de Carol. Ahí estaba enfundada en un trajecito gris, o con un hermoso abrigo de armiño blanco, con un rubio ceniza hechizaba a James Stewart: Kim Novak. Desde que se me ocurrió que ella hubiese podido encarnar a la perfección a la Carol de Highsmith nunca más tuve dudas, ni pude imaginarme a otra actriz para ese papel tan importante. Carol no es sólo un romance, con aventura, con la clásica fórmula en la que pequeñas heroínas luchan contra todo lo que se les antepone en su camino para poder triunfar y ser felices, o al menos intentarlo hasta lo último.
Quizás una mayor identificación con el personaje de Therese me impidió imaginarme a la actriz coprotagónica. Una joven artista, decidida a ingresar al ambiente teatral de Nueva Cork en los años 50, decorando y diseñando para las puestas en escena de la época. Una joven que ve a Carol en la tienda en la que estaba trabajando por la temporada de Navidades, se queda deslumbrada no sabe con qué exactamente de esa mujer que vio por pocos minutos, y le envía una tarjeta con la muñeca que esta clienta tan particular compró en su sección.
¿Habrá sido la sencillez de la trama lo que hizo de esta novela de Highsmith un éxito en su momento? Según asegura su autora en el Prólogo de la reedición, luego de la edición económica de la novela, las ventas llegaron al millón de copias, y la editorial en la que la editó le empezó a enviar semanalmente varias decenas de cartas que le llegaban de distintas regiones de Estados Unidos, Canadá y hasta de Australia, felicitándola porque ninguna de sus protagonistas moría o enfermaba de alguna dolencia terminal, o entraba en alguna institución mental. Claire Morgan fue el seudónimo que Highsmith utilizó para publicar originalmente The price of salt (El precio de la sal), intentando de esa manera correrse del etiquetamiento, pero que, según la autora, les encanta usar a los editores de su país de nacimiento.
Therese, admite Highsmith, puede llegar a parecer demasiado tímida si se la lee hoy. La autora pensaba en la década del 80 del siglo pasado, que una joven de diecinueve años ya habría tenido oportunidad de haber seguido sus inclinaciones sexuales, o incluso de haber frecuentado boliches, y de haber podido hacérselo saber a sus padres o familiares más cercanos, sin tener que ocultarse detrás de una relación heterosexual que no la satisface. En cambio, Highsmith piensa que siempre habrá Carols, mujeres que se casan con varones, esperando así cumplir con los mandatos de las sociedades en las que vivimos, tener hijos y criarlos. Pero luego de un tiempo se dan cuenta de que su pareja no las valora, y que deben separarse, y comenzar una lucha por la tenencia de sus hijos o hijas. En ese trance está Carol cuando se produce el encuentro con Therese. Gracias al impulso de la joven de enviarle una tarjeta con saludos por la próxima Navidad, y que Carol, un tanto solitaria a raíz de su divorcio, decide contestarle y comenzar a pasar tiempo juntas.
Si la historia sencilla, con personajes que fácilmente pueden producir una identificación en sus lectoras, cautivó y sigue cautivando a quienes llegan a tener Carol entre sus manos, es porque la autora, además de conocer bien la realidad de los y las homosexuales de aquella época, tenía en su pluma el poder de cambiar en algo la realidad. Y aunque Carol no fue la primera novela en tener un final feliz para sus protagonistas lesbianas, sí fue una de las primeras que no tuvo que cambiarlo por pedido de los editores, algo sí bastante común en la época.
Y como Kim Novak ya no podría hacer de Carol, habría que pensar en otra rubia que podría poner en su piel un personaje como ese. Quizá una Scarlett Johansson se acercaría a ese tipo de rubia, común, con el suficiente charm para hacer soñar a unas cuantas chicas desde la pantalla, mientras seduce sin darse cuenta a su joven amiga.
Carol, editorial Anagrama, España, nunca se editó en Argentina hasta ahora. Se consigue en Librería de Mujeres, en su local de Pje. Rivarola 135, Buenos Aires o en http://www.libreriaotrasletras.com.
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