Martes, 26 de abril de 2016 | Hoy
Por Gabriela Gervasoni
Hace mucho tiempo que su madre no le recrimina lo delgado que está o lo poco que descansa. A veces extraña reproches tan tiernos. Esa tarde dejó el paraguas empapado en el piso del hall y la encontró sentada en un sillón, con los labios y la uñas recién pintados. Nunca le dice mamá por delicadeza, teme confundirla o avergonzarla con esa palabra que quizás no pueda encontrar en el diminuto alhajero en el que se convirtió su memoria.
--Estoy harta de estar encerrada, quiero salir. Llevame.
--¿Estás enojada?
--No, ¿por qué?
Inmediatamente recordó que ella vive un presente continuo, largo. Como el de unos delitos que estudió en la Facultad de Derecho y que llaman "de ejecución continua o permanente". Son los que permiten que el acto consumativo se prolongue en el tiempo, dicen los libros. Igual que la enfermedad de su madre. Igual que el amor que le tiene.
Con la ayuda de la mujer que la cuida se pone el piloto color beige que ella misma compró hace más de veinte años pero vuelve a estrenar en ese momento. Desde que enfermó todo es nuevo en su vida. Y desde que enfermó todo muere en el mismo instante en que lo percibe.
--Salgamos a dar una vuelta --propone él.
La lluvia los obliga a pasear en auto, con la radio F.M. Tango de fondo. A ella le gustaba pasear en auto y sigue gustándole la música. Tararea algunas estrofas como hacen los chicos, murmurando por simple fonética. Durante algunos segundos tiene la sensación de que su madre recuerda, pero es él quien lo hace, siempre es él. Tres veces atraviesan el parque amarillento por el otoño. Abajo la avenida y después el río amarronado y revuelto.
Decide llevarla a merendar a su casa, él si tiene memoria y quiere recordarla ahí. Quiere que ella quede impresa en sus cosas, que su imagen se refleje en los vidrios de las ventanas, que la pintura de labios marque la taza en la que toma su café con leche. Necesita multiplicar ese instante, replicarlo para cuando no esté más con él.
La lluvia paró y salieron al patio. Arrancó unas hojas de albahaca y las olió. Después se las acercó a él.
--¿Viste qué rico? Albahaca.
--Rico --asevera ella.
Cada vez que parece comenzar una charla se entusiasma creyéndose capaz de despertarla de ese sueño donde flota sin tiempo. La idea siempre se desvanece. No hay príncipes capaces de romper el encanto. ¿Dónde lo guarda su madre ahora? ¿Qué pasó con sus recuerdos?, se pregunta. ¿El es como la hoja de albahaca con la que se cruza de casualidad y no podría volver a encontrar por sí misma?
El atardecer enrojeció el cielo y trajo un viento húmedo. Ella volvió a estrenar su piloto, la puerta, la calle, el auto. Todo nuevo y reluciente en su presente limpio de todo.
El maneja por las calles más lindas, alargando el viaje en un laberinto en el que su madre jamás se perdería. En los semáforos la mira, le sonríe. Ella devuelve las sonrisas y queda encandilada con todo lo que ve afuera del auto. En algunas esquinas él se siente su padre, en otras su novio, a veces un extraño y en casi todas su hijo. Parece feliz, piensa.
Hay sentimientos que sobreviven muy bien sin la memoria. A lo mejor sólo el odio y sus derivados se alimenten de ella. Puede quererla sin hablar de nada, sin que lo reconozca cabalmente y sin decirle mamá. Puede entrar a su mundo de presente continuo y resistir ahí un poco más.
La besa para despedirse en el único tiempo que existe, el único real. El que le permite sentirla cerca, escuchar su voz perfumada y apretarle la mano tibia, viva. Ella le acaricia la cara y lo mira a los ojos.
--Hijo, ¿te preparo la leche?
Parece feliz. Si, parece muy feliz.
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