Viernes, 3 de junio de 2016 | Hoy
Por Juliana Mandolesi
Cartagena de Indias. Ellas estaban viviendo en el hostel en el cual yo pasé apenas tres semanas. Era el más barato que había encontrado; un lugar atacado por la salinidad del mar, cucarachas y Mujeres; pero mujeres en serio, de las que se valen de serlo para sobrevivir en este mundo deshidratado. Eran esa clase de damas que se inclinan y te hacen un breve masaje en la rodilla cuando te van a contar algo. Y que te hablan hacia adentro de los ojos, -en- los ojos, con su cara casi pegada a la tuya para que se les sienta bien el perfume y que no quepan dudas de que lo llevan puesto, abriendo grande la boca, modulando exageradamente, como si no fueras a entenderlas. Sí, es que a ellas a menudo nadie las entiende.
Yo las he visto salir a Sonia y a Rocío, solas y juntas del reducido cuarto, las he visto desde el sofá del living del hostel cambiarse una a la otra como madres. Y las vi escaparse apresuradas de la habitación del administrador hacia la suya, después de haber pagado en especias una semana más de alquiler, envueltas en una sábana gris, completamente desnudas debajo (siempre bien peinadas, ni el sexo ni mucho menos el amor las despeinaba). Eran mellizas, pocas veces tuve yo la picardía de identificarlas.
La noche de mi cumpleaños nos reunimos con algunos de los huéspedes en el comedor y también vinieron unos prematuros amigos colombianos, preparamos alguna comida sencilla y compramos ron. Las chicas no asistieron. Las busqué para convidarlas con un trago pero no estaban, ya había oscurecido, la noche se las llevaba por completo, las arrancaba de cualquier lugar en donde estuvieran, para cumplir. Por la noche las esquinas de la ciudad antigua se pueblan de mujeres maniquís, altivas y maquilladas. Mulatas porcelanadas que caminan sin rumbo, a paso lento y suave, meneando los culos pomposos que les otorgó la raza. Yo las imaginaba también a ellas andando la calle, paralelas muñecas de bronce, iguales y paralelas como sus pares de zapatos gastados por el adoquín de la ciudad amurallada.
A eso de las tres de la madrugada llegó por fin una de ellas, no supe cuál de las dos. Me saludó equivocándose de nombre, le recordé que yo era Juliana, que Stina era otra huésped. Recordó. Le conté que era mi cumple, que las habíamos estado esperando.
"Cómo es eso que tu cumpleaños, parcera..." dijo poniéndose las manos en la frente. Se metió a los zancazos al mínimo cuarto, la oí revolver cajones un momento y luego salió abanicando victoriosamente algo de color rojo. Lo colocó detrás de su espalda a medida que se acercaba a mí. "Cierra los ojos Juliana" lo hice, sentía su perfume y su aliento muy cerca. Me tomó de las manos y luego sentí la textura de ese trozo de tela roja que antes sacudió en el aire. "¿Abro?" pregunté. "¡Sí, es todo para tí!" exclamó. Se trataba de un babydoll con transparencias, taza soft y volados, demasiado sexy. Lo observé, sonreí, lo miré a trasluz, volví a sonreír. "Te va a quedar tan bonito que ni te imaginas parcera, luego me dices qué tal, qué chimba cuando lo estrenes" me dijo guiñando un ojo.
Le agradecí mucho, supe que estaba entregándome algo valioso. Supe también que ella ya lo había usado porque la tela estaba curtida y las transparencias algo raspadas. Ese fue el único regalo que recibí en mi día, además de la compañía. Su mirada era de vidrio esa noche, petrificada por la coca y vaya uno a saber qué visiones previas. Me costaba hablar con ella porque sus ojos penetraban los míos, blandos de apenas humilde ron, embebidos en el ambiguo vacío de estar por tercera vez tan lejos de casa el día de mi cumpleaños, pasándolo con gente que apenas conocía. Pensando que en casa estarían todos recordando que ese día era mi día y que otra vez quedó el beso latente en los labios y que se apagará ese beso en las grietas de la boca. Y que ese abrazo que iban a darme lo pulirán, hasta desaparecerlo, los meses.
Y ella, que vestía a su hermana como una madre y que se había alarmado como una vieja amiga sólo por olvidar el cumpleaños de una extraña, me había regalado mucho más que un simple babydoll: eran todas las historias y todos los momentos que había vivido con él, eran las manos que lo habían tocado -o arrancado-, eran los cuartos en los que lo había desfilado, los espejos en los que se había visto. Era su perfume penetrando cada hebra de hilo, su forma de vivir la noche y herramienta para pagarse el día. Era su recuerdo.
La primera y triste noticia que recibí cuando me desperté al otro día fue que se habían ido. Las dos se habían ido, habían logrado partir gracias a un alemán, y se iban no sé a qué país junto a este hombre que tenía su velero anclado en el muelle de Bocagrande. "Y así se las llevó", dijo Elvis, el administrador, largando una lágrima, "vaya a saber uno con qué promesa". Y yo apenas sabía que se hacían llamar Sonia y Rocío. Yo no sabía ni siquiera cuál era cuál, paralelas e iguales. Yo llevaba conmigo la única pista de lo que la vida había hecho con ellas en mi cuarto, entre mi ropa, aquel trozo de tela roja que acariciaron tantos.
A los días me llegó con forma de encabezado, la otra noticia: "Se extravía en altamar un velero alemán".
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