Lunes, 4 de julio de 2016 | Hoy
Por Gabriela Gervasoni
Recién cuando la tuve enfrente descubrí que en realidad no la recordaba. Me había guardado una imagen distorsionada de Mirta, "la pupila", como le decían en la primaria. Mejor dicho, como le decíamos en la primaria. Mis terrores infantiles se alimentaban de ella, de lo que sabíamos sobre su vida y de todo de lo que inventábamos. Miedo a la muerte de mis padres, a quedarme sola, a ser sirvienta de las monjas de la escuela, a que me separen de mis hermanos. Pánico a que me corten el pelo como si fuera un varón. La veía llegar cada mañana desde las habitaciones, con las nenas de otros grados que también vivían en la escuela y me aterraba que eso pudiera pasarme alguna vez a mí.
Ahora es una mujer hermosa, con pelo castaño enrulado (no negro, como lo recordaba) y ojos brillantes. Me gustan sus anillos plateados, algunos con piedras pequeñas. Los aros casi no se ven pero brillan cuando se mueve y le da el sol de frente. Se puso una camisa blanca entallada y un dije muy delicado que cae como una gota justo en su escote. Es muy diferente a la persona con la que pensaba encontrarme. Antes casi no hablaba y ahora no para de hacerlo. Yo estoy muda, cuidando celosamente mi intimidad; soy reservada y todavía no entré en confianza como para hablar de mí. Ella, en cambio, quiere contarme todo.
-Tuve suerte. Al final encontré una familia - me dijo.
-No sabía.
Realmente no lo sabía. Sentí una especie de alivio que traté de extender retroactivamente. Pero es imposible, el pasado no se toca.
-Fue a los trece, cuando empecé la secundaria; vos ya te habías cambiado de escuela.
No sé qué puedo preguntar y qué no. Prefiero hablar de cosas superficiales y no entrar en temas escabrosos para alguna de las dos. Eso pasa cuando hace mucho que uno no ve a alguien, puede tropezar con muertos, con delitos, con fantasmas. Además, si hablamos de ella tenemos que hablar de mí. Me arrepiento de haber aceptado este encuentro tan agarrado de los pelos; Mirta y yo, ahora, somos dos desconocidas.
-Me adoptó un matrimonio divino. Por suerte todavía los tengo. ¿Y vos? -me pregunta.
-¿Yo qué?
-¿Tenés a tus padres vivos, todavía?
-Ah, sí, sí, por suerte sí. A los dos.
Caigo en la cuenta de que, al final, ninguno de mis terrores infantiles se concretó. No fui huérfana, ni estuve sola, no me separaron de mis hermanos. Las monjas no me esclavizaron ni me corté nunca el pelo por encima de los hombros. Pero este encuentro me hace pensar en otros infiernos que sí conocí. Hay infiernos para las que no somos pupilas, también. Para los que tienen padres, hermanos, casa con patio y perro pequinés. Hay para todos. Uno se cuida de lo que nunca va a llegar y termina atrapado por males que ni siquiera imaginó. Podría hablarte de esto, Mirta, de mis infiernos, pero para hacerlo debería empezar por confesar que te tenía lástima y un poco de miedo, también. A veces te soñaba con un cuerpo monstruoso, con cara deforme y colmillos puntiagudos. Los fines de semana pensaba en vos; te imaginaba sola, con las monjas, sirviéndoles la comida en esas mesas largas que usaban. Me sentía mal por vos cuando empezaban las vacaciones, para el Día del Niño, en Navidad, para el Día de la Madre o del Padre. Me daba pena tu ropa que no era tuya, porque se notaba a la legua que te la regalaban ya usada. No me acuerdo si al final alguna vez me contestaste con quién hacías la tarea o quién te llevaba al médico. Nunca te llevaron a mis fiestas de cumpleaños, a pesar de que la Hermana Antonia decía que ibas a ir, nunca fuiste. La mitad de la fiesta te esperaba y la otra mitad me moría de pena al pensar lo mal que estarías ahí, encerrada en la escuela. No sé si será verdad pero decías que no conociste ni a tu mamá ni a tu papá. ¿Cómo?, me preguntaba yo, ¿ni una vez los vio, nunca la dieron un beso? Para contarte de mí tengo que empezar por ahí, Mirta, y me da mucha tristeza.
Te miro y recién ahora me acuerdo de vos, creo que ahora sí. Siempre tuviste esos ojos brillantes y un pelo hermoso a pesar del corte que te hacían en la escuela.
Casi me animo a hablar. Pero todavía no confío en vos.
-Tuviste mucha suerte en la vida, sabés, ¿no?
-Bastante, tenés razón.
No sé quién se lo dice a quién.
Te sonreís igual a cuando eras chiquita, a cuando eras mi amiga. Ahora me acuerdo perfecto. Como si otra memoria viniera a llenar ese doble de Mirta con el que vine a este bar a tomar un café. Tu doble se va completando a medida que los recuerdos encuentran sus raíces. Mi doble también.
Casi me animo a hablar. Pero ahora no confío en mí.
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