Viernes, 5 de agosto de 2016 | Hoy
Por Víctor Maini
Posiblemente se trataba de la división familiar del trabajo. Mi padre vendía su fuerza en el mercado para hacerse de unos billetes. Mi madre hacía la comida, mi hermana las camas, en mi caso ostentaba el título de "encargado de hacer los mandados". En un peregrinar solitario hacia la feria, cargaba en mi memoria varios pedidos grabados sobre la misma consigna, "bueno y barato". Entretenía mi camino pateando chapitas de gaseosas y dialogando con mi voz interior, con mi amigo invisible. En algunas cosas solíamos coincidir, de las contradicciones surgían preguntas. La luz del sol dibujaba las horas sobre la número cinco. El juego terminaba cuando las sombras cubrían por completo el preciado reloj de cuero. Con la pálida luz del foco de la esquina como única testigo, con febriles discursos, aflojábamos adoquines. "¿Hacer el amor será como hacer los mandados?", pregunté como quien se inmola en público. Después de un incómodo silencio abarcativo, sentí la mano de "Kakuka" Giordano sobre mi hombro derecho antes de escuchar su voz. "Para mí que vos no estás avivado del todo. Te voy a prestar unas revistas suecas que mi hermano esconde en su ropero. También podés preguntarle a la hermana del arquero sobre el tema, seguramente sabe un montón". Con los reflejos intactos de un guardametas, Mario no tardó en contestar: "Decile que le pregunte a tu vieja, mejor. Le puede dar clases prácticas..." Patadas al aire, trompadas al estómago y enojos eternos por un día, me alejaron de la respuesta buscada. Con vocación de periodista, volví a desenfundar la encuesta ante don Guillermo, peluquero al que obligadamente visitaba una vez al mes. El mismo hombre que alguna vez me había respondido que la felicidad era un tema de Palito Ortega, me dijo que hacer el amor era como hablar debajo del agua. Sus respuestas nunca me incitaron a la repregunta. El Tupamaro, vecino uruguayo que pasaba el día entero leyendo sobre medicina y política se tomaba recreos enseñándome ajedrez, escuchando partidos de fútbol por la radio o invitándome con su repetida dieta, empanadas de mondongo con mate amargo. Las paredes de su pieza contaba con leyendas escritas con carbón de un tal Marx, un poster del Che, otro de Mafalda, un mapa del país vecino y un banderín de peñarol. Debajo de su cama turca, guardaba un esqueleto prolijamente armado sobre una frazada a cuadros. El oriental fue el primero que tomó mi pregunta en serio. Repitió la frase varias veces con el mismo gesto pensante que mostraba antes de mover la reina. Se hizo de un tiempo balbuceando cosas sobre el amor. "Existen amores baratos y caros. Los primeros son aquellos que se pueden comprar. Los segundos se pagan con el alto precio de no verlos, es el vacío que siento por mi Montevideo querido. No me quejo. Descanso mi pena sobre la alegría de saber que existe y que me espera. Mientras dure mi exilio la visitaré por las noches, cruzando en secreto el sombrío túnel de la nostalgia". Después de rascarse la cabeza, se dirigió hasta el pie de su cama, tiró de los extremos de la manta dejando en descubierto los anónimos huesos. "Todas las verdades son relativas. Nadie puede decir que el hombre es la suma de doscientas seis piezas, atadas con músculos más ligamentos, rellena con órganos vitales y envuelta en piel. Hay algo que nadie alcanza a ver pero que en verdad existe. Algo tan fuerte como esta osamenta", dijo con voz firme, mientras golpeaba con un fémur el gastado piso de madera. "¡La pregunta está mal hecha!", gritó de repente como si hubiera descubierto una vacuna. "Nosotros no hacemos el amor, el amor nos hace a nosotros. Es el gran misterio humano. Llamale alma, dios, psiquis, luz, espíritu, llamalo como quieras. El nos hace, nos enciende, nos mueve..." Nunca lo había visto tan contento. Con una sonrisa entre los labios se acercó hasta la perilla de la luz de la habitación, apagando y encendiendo la bombilla colgada en las alturas. "Muerte, vida, hielo, fuego, sombra, luz..." fueron las palabras con las que acompañaba el rítmico movimiento que hacía visibles e invisibles los objetos que nos rodeaban. Hasta el día de hoy mantengo dicha respuesta como una verdad relativa. Nunca usé la frase mal hecha ni por equivocación. Jamás sentí la soberbia de poder hacer aquello que nos hace. Aprendí que el amor duele mientras nos forma. En momentos en que se me está haciendo la noche en la mitad de la tarde, camino en tinieblas apelando al tacto de la memoria para no tropezar con obstáculos conocidos ni terminar abrazado a un cuerpo sin alma. Canjeo mis últimas fuerzas por monedas, preparo mi comida, tiendo mi cama, y me ocupo de las malditas compras, misteriosamente canto, silbo, tarareo una canción del Viejo que me mantiene esperanzado mientras espero que mi voz interior regrese de sus prolongadas vacaciones, completándome: "No quiero volverme sombra/ quiero ser luz y quedarme..."
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