Miércoles, 24 de agosto de 2016 | Hoy
Por Evelyn Arach
Calle Olof Palme va quedando desierta, la corta avenida que albergó a diez mil quinientos atletas de todo el mundo con sus preparadores físicos, entrenadores y médicos ya no despierta con el trajinar incesante de las delegaciones. Ya no existe casi el murmullo poliglota de los chinos acomodando su valijas y los holandeses riendo y sacando fotos y los yankies llegando con un despliegue de equipaje apabullante. Tampoco deambulan por aquí los paparazzis y camarógrafos, los extraños con sonrisa de niños que intercambian pins de olimpíadas anteriores, ni los soldados erguidos con sus ametralladoras apuntando a todos.
Calle Olof Palme, vuelve a ser una calle más, entre tantas otras de esta ciudad enorme y laberíntica que es Rio de Janeiro. Y es en este punto en el que la calle se parece a algunos de esos hombres y mujeres estrellas del deporte olímpico, a los que irremediablemente más temprano que tarde, les gana el olvido. Pese a los maratónicos entrenamientos, a las horas sin sueño, a las dietas estrictas y los arengadores que los ayudan a vencer sus propios límites hasta subir a un podio para lograr el sueño máximo: una medalla olímpica.
Una medalla que les abre las compuertas de la gloria, que les resignifica el sacrificio anatómico y emocional lacerante, que muchas veces enfrentan quienes realizan deportes de alto rendimiento, quienes deciden ser atletas, y con ello resignan la comodidad de comer y beber y dormir cuando les dé la gana, la cotidianeidad de estar cerca de los afectos... porque las competencias los convierten en trotamundos, siempre concentrados, disciplinados. Soñando y elucubrando triunfos, que a veces se convierten en derrotas.
Y seguirán intentando mientras el cuerpo aguante. Seguirán alumbrando con las luces fugaces de los astros destinados a perecer y parpadear. Y otros vendrán después de ellos a soñar los mismos sueños. Aún no sabemos cuántos de esos miles de hombres y mujeres que llegaron a los Juegos Olímpicos Rio 2016, volverán a encontrarse. Los que se fueron cabizbajos, con las maletas vacías, a olvidar esa calle de derrotas, Olof Palme. Y quienes marcharon enhiestos, con sus medallas nuevas, a disfrutan de la gloria inmortal que les reserva la vida por un rato. Todos en algo se parecen. Y en esa tenue luz que emanan, la vida se explica a sí misma.
Porque en el silencio que envuelve hoy a la Avenida Olof Palme de Río de Janeiro, en esa mirada sin asombro que ahora prodiga cualquier extraño, se esconde el olvido que todos, con y sin luces, habremos de habitar un día.
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