Jueves, 20 de octubre de 2005 | Hoy
Por Jorge Isaías
Las alegrías que han inficionado las religiones y la literatura no podrán sustituir nunca la realidad, aunque nosotros simulemos creer que es así cuando las examinamos, no sin escaso pudor.
Más arriba consigné "realidad", entendiendo por tal aquello que se puede ver y palpar en el mejor estilo empírico en que nos quiere entusiasmar el positivismo ramplón.
Pero ¿es "realidad" aquello que los ojos nos muestran? ¿O es una ilusión de los sentidos, cuando el raciocinio no llega a develar lo que el deseo supone o anhela?
¿Qué estoy conociendo cuando acaricio con mano descansada y segura una espalda que reposa desnuda, abandonada y absorta ante ese contacto buscado y hallado mil veces, que siempre es distinto aunque la repetición podría incluirlo en el desfiladero oxidante de la mera costumbre?
O cuando miro el cielo, alto y con la luminosidad cambiante que no se apresura ni aún cuando ese vuelo inocente de las golondrinas nerviosas lo quiebra.
O cuando mis pasos van aplastando "ese colchón de hojas secas" que el Otoño abandona. Esas hojas que fueron de plátanos, fresnos, casuarinas oscuras que rayaron el cielo difuso de marzo.
El Otoño es la estación proclive al recogimiento, la lectura sostenida y el pacífico remover en el arcón de los recuerdos remotos. Los recuerdos que reposan como una brasa minúscula y que tapa una ceniza voluntariosa y esquiva.
El Otoño es una bola de fuego que va débil rodando por una vía desierta, en ese bullir de los pájaros buscando refugio en paraísos añosos, en esos pinos altos que cortan el viento, y ese viento que silba inclemente y mecánico como si no fuera a irse nunca y su decisión fuera ponernos muy tristes, muy solos, aferrados a la excelsitud del más remoto recuerdo.
El Otoño es también el recogimiento temprano, cuando al final de la tarde la ciudad entera agacha la cabeza, acobardada por el abrazo del río y que sólo retiene el nervioso tronar de las bocinas de tanto automóvil y ese ruido que no deja que uno pueda adivinar el graznido de esa bandada de siriríes en fila india camino a las islas lejanas.
La "realidad real" (Saer dixit) no es aprehensible por los sentidos que siempre son engañosos, como esas nubes que allá en lo alto del cielo forman figuras caprichosas aunque en ellas creamos ver formas que podemos asimilar con algunos animales o pájaros conocidos, o tal vez aquel molino que como un hueso pelado se erguía en el horizonte cuando éramos niños y hoy ya no recuperamos sino en esta empecinada reiteración con que la memoria lo quiere traer al presente.
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