Viernes, 17 de noviembre de 2006 | Hoy
Por Jorge Isaías
Tal vez mi amigo, el poeta Felipe Oteriño, tenga razón y yo esté destinado a escribir "sobre lo que está llamado a perderse y pide, por eso, un lugar".
Lo cierto es que si miro hacia atrás no he hecho más que dar cuenta de un largo catálogo de intrascendencias que tuvieron su minuto fugaz en la tierra y ese minuto me sirvió si la memoria es atenta a iluminar un camino como si fuera por toda la eternidad.
Juana Bignozzi ha dicho recientemente que la poesía debe dar cuenta de las cosas que se pierden para siempre.
Yo creo que es así. Porque no hay nada más universal que mirar ese crepúsculo que gatea tras las altas casuarinas oscuras y no vuelve sino en la empinada memoria .
A veces viene a mi memoria aquella cortada que terminaba en la casa de don Juan Peralta y más atrás venía el campo y allí comenzaba a ensancharse el cielo que he perdido , creo, para siempre.
Mi padre me decía que algún día sería una calle y que detrás de la casa de don Juan Peralta abrirían otra calle transversal, esa casa en cuya pieza con piso de tierra nací, según siempre oí contar.
Yo, que en ese tiempo le creía todo, hasta cuando me contaba fábulas inventadas para mí, dudé. Es probable que él hubiera visto algún plano comunal y hablaba con fundamento, pero esa cortada era el Universo para mí. Porque, lo recuerdo, no era cualquier cortada, era casi campo, donde no era raro ver un caballo con su pájaro en el lomo.
Esa calle truncada empezaba siendo muy ancha, con dos grandes zanjones donde confluían las aguas de varias cuadras a la redonda y en ese proceloso desorden se perdía en el canal de don José Vélez y se iba a morir a los cañadones del campo, en especial el de don Miguel Compañy, que era el más cercano y por lo tanto el más visitado por nosotros para baño, pesca y travesura.
Yendo como quien dice hacia el Sur, a la izquierda estaba la casa de don Angel Pichichello, un calabrés buenísimo y a la derecha la casa de don Clemente Gerlo que tenía tres atracciones especiales: un sótano por el cual se entraba desde el patio, un depósito de frutas y de higos secos y un frondoso frutal apetitoso.
Ambos tenían sus frutales, pero, nunca supe por qué jamás al primero le tocamos una sola naranja y a don Clemente le arrasábamos literalmente durante todo el año las plantas frutales ya que las tenía de todas las estaciones.
Lo hacíamos con crueldad e inocencia y con un poco de maldad también ya que sabíamos que vivían él y doña Marianna, su esposa de la magra venta de lo que la quinta pequeña por otro lado producía.
En ese espacio más ancho de la cortada donde no terminaba de crecer el pasto jugamos los "picados" más encarnizados "que vieron los tiempos y que quizás no verán los venideros". Con pelotas de trapo, de goma o excepcionalmente de cuero cuando la conseguíamos. Lo único importante era jugar allí, tratando de remedar las jugadas de los integrantes de nuestro club favorito.
Llegando a 50 metros de la esquina estaba mi casa y, enfrente, la de don Francisco Spina, quien había alambrado diez metros de la cortada, por lo cual el trecho hasta don Juan Peralta y don Cayetano Gallardo que vivían enfrente, era considerablemente más estrecho y sólo una huella de sulky marcaba esa distancia en la gramilla que cubría como una alfombra ora amarilla ora verde, según el tiempo, esa franja donde entraba a saco el fulgor del crepúsculo.
El primer tramo, es decir el más ancho, de la cortada estaba flanqueado por añosos paraísos, salvo un plátano más añoso que don Pichichello había plantado justo frente a la puerta de entrada a su casa y enfrente don Clemente tenía un portón por donde salía con una chirriante y desvencijada jardinera y su mansa y oscura yegua a quien llamaba Chicha.
A mi casa la describí muchas veces y no lo volveré a hacer aquí, sólo diré que en ese tiempo había un gran ceibo donde yo colgaba mi jaula con pájaros y mi padre una hamaca que había hecho para mi hermano, quien cuando llegó a este mundo yo ya había terminado la primaria.
Ese fue mi mundo durante los primeros doce años, tal vez el mejor de mi vida, como diría Pedroni. Si pienso en la libertad que nos daban el viento, el verano, la complicidad y la absoluta falta de ambiciones que no fueran sino los juegos elegidos al azar de las deliberaciones donde todo se discutía aunque el más grande casi siempre imponía su criterio o su capricho con un autoritarismo indigno para nuestra libertad, como sucede en general con todo autoritarismo.
Lo cierto es que en ese universo acotado que suponíamos eterno fuimos tan felices como lo pueden ser un grupo de niños viviendo en un pueblito colgado del mundo, perdido en una inmensa llanura rodeada de trigales orondamente flameando en el viento y con un espacio que también poblaban mariposas y pájaros.
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