Martes, 19 de diciembre de 2006 | Hoy
Por Miriam Cairo
Primero: reciba el llamado de la suavidad. Asimile el transcurrir de caracol de sus palabras y al instante replique con su propio ritmo: "En poco más de una hora me desocupo ¿me volvés a llamar?". Y cuando la suavidad pronuncie los vocablos de seda que fermentan sus sentidos, no se desconcentre. Tampoco pierda tiempo. Trabaje. Contenga la ansiedad. Sujete la anticipada fantasía, el anunciado ardor. De ser necesario amordace el pensamiento voluptuoso para que la lucidez conduzca de aquí en más los movimientos a seguir en el último tramo de la jornada laboral.
Deje pasar un tiempo prudencial después de la llamada, para que salga el jefe amistoso y complaciente que hay en su interior. Con tino anime a sus compañeros a retirarse antes. Encuentre motivos convincentes para esa decisión. Despídalos distendidamente a todos. A cada uno hágale una broma de distinto tipo y color. Descomprima la urgencia.
Al cabo del tiempo convenido vuelva a recibir el llamado que espera. Deje que la suavidad pregunte "¿te espero en el bar?", y usted diga que la aguarda en la oficina para que la suavidad despliegue su paso de caracol por las calles aceleradas de la ciudad y venga a su encuentro.
Véala entrar con ánimo sigiloso. Advierta cómo mira hacia uno y otro lado corroborando la soledad. Recíbala con los brazos abiertos y sin hablar déle a entender que están solos. Para que no haya duda, deslice la mano derecha más abajo de la cintura. Ella comprenderá. Advierta la comprensión suave de la suavidad cuando repita el movimiento con la propia mano en su cintura y más allá.
Haga que sea inevitable la superposición de palabras, de risas y de las otras cosas que se puedan ir dando con dos bocas tan cercanas, tan proclives a la suavidad y al atrevimiento.
Descontrole las manos. Invítela a ella a descontrolar. Desabróchele el pantalón sin despegar sus labios de los labios de la suavidad. Presienta el tacto suave. Deshilvane los hilos. Compruebe la tibieza. Toque los otros cabellos. Recorra brevemente la espalda. Luego, acerque una silla. Vea cómo ella se quita el pequeño jean oscuro, las medias de seda, la preocupación. A usted no le hará falta quitarse por completo el pantalón. Enróllelo en los tobillos y espérela.
Permita que ella despliegue su entera libertad. Dele varios minutos para que enarbole las banderas de la gloria. Deje que coloque la pequeña prenda íntima sobre el escritorio. Mire las flores azules sobre el teclado de la Mac. Allí, nunca antes había habido jazmines. No se distraiga en contemplaciones y vuélvala a besar. Haga que la suavidad advierta la emergencia. Asienta con una sonrisa cuando la suavidad perciba que va a ser necesario, urgentemente, cubrirle el capullo. Deje que ella corra en puntitas de pie, con las caderas desnudas. Mire cómo remueve, con sus dedos de seda dentro del pequeño bolso. Véala acercarse con la protección del capulí. Déjela que libe. Deje que ella resuelva cuándo bebe y cuándo cosquillea. Cuándo se hace ovillo y cuándo cabalga. Cierre los ojos antes de pensar que su propio perfil se suspende en un crepúsculo tierno de tiempo. En esta ocasión no serán necesarios grandes movimientos. El caracol del deseo cargará en sus ojos la pequeña muerte o vida que sólo el corazón sospecha. Cerca de la boca de la suavidad haga el suspiro último. Su labio, por virtud de la sangre, sabrá ponerse dorado y luminoso.
Siéntala aferrada a su cuerpo. Dulce, lenta, sensible. Sienta cómo su corazón, en contacto con ella, delicadamente se funde.
Escuche que suena el teléfono. Sonría por enésima vez en esa noche alucinada y atienda el llamado. "Tendrá que comunicarse mañana por la mañana con el personal de recepción", diga con el tono más terreno y laboral que encuentre en aquel espacio tendido sobre el infinito. Advierta en ese momento, con el pantalón a medio subir, que se le ha extraviado el cobertor del capullo, aquella telita que impide que entre usted y la suavidad, se geste un hijo.
Ante la extraña pérdida, la suavidad tocará sus propios hilos, hurgará con el dedo y dirá "yo no lo tengo". Y por supuesto, no deje de reír. Mientras la suavidad se viste mirará debajo de la silla, del escritorio, de la Mac, y usted deberá levantar primero un pie, luego el otro. Advertirá que la telita de cebolla no aparece y cada vez le dará más risa el inusitado misterio. La suavidad irá al baño a escudriñarse y volverá más desorientada y sonriente que nunca para decir otra vez "yo no lo tengo". Entonces usted con el tesoro en la mano dirá "estaba entre mis medias". Envuélvalo en el propio papel Prime para tirarlo en algún conteiner de la ciudad y no dejar huellas en su cesto de papeles. Déjelo sobre el escritorio un momento mientras se pone el abrigo.
Al momento de salir sorpréndase con la llegada tempranísima del personal de limpieza. Intercambie saludos de cortesía y suba al ascensor donde la suavidad lo espera cada vez con más razones para la risa. Comprenda junto a ella que sólo por cuestión de minutos no fueron sorprendidos. Siga sonriendo.
Camine una cuadra (aproximadamente) junto a la suavidad, antes de darse cuenta y diga: "Me olvidé el forro". Entonces, será el momento de trocar risas por carcajadas y volver con premura a la oficina. Eche mano a cualquier cosa que le sirva para borrar de su rostro la sonrisa descabellada, impropia de cualquier mortal, cuando se enfrente a Ramírez y tenga que improvisar un "me dejé las llaves". Advierta que Ramírez ya había arrojado el cobertor de su capulí al cesto de papeles y tómelo. No será necesario inventar nada para encontrar una excusa. Deje que Ramírez se haga el que no ve y el que no entiende. Baje con una sonrisa cada vez más ancha y zámpele un beso a la suavidad que lo espera en el vestíbulo. Otra vez en la calle, tire el forro en el conteiner.
Y entonces sí, más abrazados que nunca vayan al bar sólo a tomar café porque ustedes ya se habrán bebido hasta el último sorbo de universo.
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