Lunes, 15 de enero de 2007 | Hoy
Por Sonia Catela
Mi condición se ha vuelto inusitada a partir de cierta propensión enfermiza que padezco de nacimiento, sumada a algunas circunstancias que flagelaron mi vida: el vuelco de mi auto, más mis traspiés de salud exigieron en momentos críticos un trasplante de riñón, (donante mi tío Lito), de médula (generosidad de mi hermano Tulio), y de una córnea (auxilio suministro de mi padre); por quemaduras en el accidente de automóvil también requerí parches de piel, beneficiándome con su prodigalidad la única persona compatible, mi prima Delia. He quedado en deuda por transfusiones de sangre, y hasta por pequeñas piezas de cuero cabelludo que demandó un injerto capilar durante la misma intervención post choque. Para ello se anotó cumplidamente tía Carola. Superadas vicisitudes y conyunturas, las aguas de mi vida fluyeron por carriles rutinarios. La crianza de los chicos, mi empleo en el estudio jurídico Curuchet y Ostoich, mi asistencia regular a los servicios del templo protestante de calle Amenábar al 500, las vacaciones en la laguna Melincué. Precisamente durante una de las tardes en que mitigábamos el calor en este balneario, sufrí la primera descompostura cardíaca. Me resistí a que el médico se inmiscuyera proponiéndome otra introducción de un órgano externo para prolongar mi existencia, que ya era yo un collage de préstamos y donaciones en el que a cada santo le debía una vela. Esta recolección de achuras en el matadero debía parar. "Descártelo, doctor", me abroquelé y resistí la fuerza en contrario que se me oponía, desplegada incansablemente por mi amante marido y mi dilecta madre. Un lavado de cerebro en algún campo japonés del '44, narrado por una película de Hollywood de época, empalidece frente a la metralla que se me descerrajó a toda hora, que "tus hijos", que "tu marido", que "podés procrear si Dios lo dispone", que "la vida es bella", que, y más que. No di el brazo a torcer. Pero el siete de enero muere, en un infortunado incidente de imprecisos términos, mi primo Diego. (No se aclaró a ciencia cierta si sucedió en un prostíbulo, o en una riña fiestera por la disputa de un par de calzones de una tal Rita, pero su romántico deceso se registró bajo el signo de la pasión, el amor, el furor y el vodka). De todos modos Diego yacía en una camilla en la morgue del sanatorio, carneado por mortal herida de arma blanca, y cercado por policías que tomaban muestras de ADN según la escuela que preside el detective Columbo. Fui citada por el padre del occiso, mi tío Roque. Sus llanto, sus palabras de que podía dársele un sentido final a la vida de su hijo, el chantaje: todo dependía de mí; en el mismo lado de la cancha, los gestos circunspectos de mi esposo y mi madre cual se hallaran ante Juana de Arco, me llevaron nuevamente al quirófano para meter en mi cuerpo carne criada por mi primo. Superé el post operatorio, la confusión emocional que ocasiona esta práctica a los que se someten a ella, la invasión de recuerdos ajenos o sentimientos de esa fuente, (hasta tuve la comezón de querer hacerle un llamado a la ardiente Rita). Salí adelante; pero andaba de aquí para allá como un rompecabezas en el que cada pieza constituía una deuda. Cuando comencé a ajustarme a la realidad repetitiva y tranquilizadora y las sangres se aquietaron en sus mezclas, el tiempo metió la cola. En un lapso de no más de un par de meses de enfermedad, el cortejo fúnebre escoltó a tío Lito. Por cariño y gratitud, se invitó a su viuda a cenar casi a diario a nuestra mesa. Dejé pasar un par de veces el hecho de que en los apartes, su mano se deslizaba bajo mi pollera debajo de la cintura y sobaba mis riñones con voracidad, una indecencia de la que no podía desentenderme en una casa donde crecen niños. "Tía", la amonesté. "Tío Lito", lloriqueó ella, "dejame tocarlo". Explicarle, cómo. Negarme, de qué modo.
Recibirla de cinco a seis de la tarde resultó la mejor salida, horario en que navego por internet o veo la telenovela (mis hijos no vuelven hasta pasadas las seis). Cuando la parca nos quitó a mi hermano Tulio mediante descarga eléctrica mientras arreglaba una heladera, no me sorprendió que mi cuñada deslizara sus dedos debajo del escote, acariciando cada vértebra donde creyó se hallaba Tulio vivo y circulando. Uno a uno los sanos de la familia traspusieron en barca el río del Hades. Mi agenda se cargó de obligaciones familiares. Mis partes quedan totalmente irritadas de tanto frotado pero no puedo rehusarme. Ahora, más que rompecabezas devengo mascota a la que friegan y refriegan. Mi esposo propone un traslado laboral simultáneo de nuestros respectivos empleos a lejana ciudad, para liberarnos. (Ya hemos presentado las solicitudes pero, hasta el momento, sin respuesta favorable). Para animarme sostiene que nos queda interponer un recurso de amparo ante la Corte Suprema, acudir a los tribunales de La Haya, o, de últimas, obtener la mediación de Chávez. Lo lograremos, afirma, e intenta poner convicción y combatividad a sus palabras. [email protected]
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