Lunes, 31 de octubre de 2005 | Hoy
Por Mario Alberto Perone
Cae la tarde (estupendo lugar común). Pero la tarde que cae es la de un domingo. Y entonces la caída es más grave, más estrepitosa. Y deja secuelas, daños colaterales, contusiones internas. Cuando la tarde cae produce un colosal estruendo. Pero ese estruendo es de tan baja frecuencia que está fuera del registro del oído humano. Con ciertas excepciones: los que sí escuchan ese estruendo son los hombres que tienen el corazón roto. Y para ellos lo que oyen no es precisamente un estruendo sino un piano remoto en el que un hombre con el corazón roto, toca la "Apassionata" de Beethoven una sola vez. Esa sonata tiene la duración exacta de la caída de la tarde todos los domingos. Por suerte para los hombres de corazón intacto, ellos no escuchan nada, y están a salvo de ser lastimados por esa música que ignoran y los ignora. Y cada tarde de domingo que cae, los hombres de corazón roto la reciben nota por nota y dejan que se acomode, con la perfección de su forma, en el fondo de la rotura. La tarde les cae con todo su peso pero la música no pesa nada. Es posible que esa íntima comunión suavice un tanto el sufrimiento (el corazón roto duele, necesariamente), o quizás lo aumente hasta límites casi insoportables (Beethoven tuvo siempre el corazón pulverizado). El supo que la única manera de sobrevivir a las caídas de las tardes de los domingos era escribir febrilmente sobre el papel pentagramado toda esa música que lo inmortalizaría. Pero no importa si el sufrimiento aumenta o se suavice, lo cierto es que la "Apassionata" armoniza bellamente con esa víscera indefensa, lastimada, cuyo propietario se pierde entre los otros hombres que no escuchan nada, y camina lentamente mientras deja que lo invada el sonido de la tarde que cae, este domingo, siendo las 19, aproximadamente.
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Siempre espero el 122 para regresar a casa, luego de haber pasado una mañana exactamente igual a todas. En el "Laurak" leo "La Capital" y el "Clarín". Después, camino despaciosamente hasta "Homo Sapiens" y allí debo investigar qué lector tiene "Página 12" para pedírselo cuando acabe con él (o al revés). A veces, enfrento la frustrante noticia, de parte de las jóvenes mozas, de que se lo han robado, ya que después de buscarlo por todas las mesas, no se lo encuentra. El malhumor se extiende hasta que decido terminar mi cortado y retirarme, pasando dificultosamente por entre todas las mesas, no sin llevarme por delante las patas de casi todas las sillas. Si he tenido la suerte de ver publicada una Contratapa mía, lo compro y lo exhibo disimuladamente en mi mesa, y controlo lo que hacen los presentes, esperando que alguno asocie el texto con mi persona. Pero hasta ahora, eso nunca sucedió. Al menos, en ese café. Salgo a la vereda, enfilando por Sarmiento hacia Rioja. Invariablemente, un colectivo amarillo pasa raudo y lejos de mi alcance, y entonces entro en un malhumor de otra clase. Nunca sé si me he perdido el 122 o cualquier otro colectivo pintado igual. En el primer caso, la rabia aumenta: descubro que he perdido el mío, y seguramente, deberé esperar por otro media hora o más. En el segundo caso, luego de preguntar en la parada qué colectivo era, la rabia fue por haberme enojado inútilmente, aunque la primera rabia sea tan inútil como la segunda. Este malestar, que supongo experimenta mucha gente, podría resolverse pintando el número del coche en los costados y en la culata, en tamaño y color idéntico al del frente. Uno se salvaría de rabiar un cincuenta por ciento.
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A veces, de noche, busco en una radio de Buenos Aires, un programa de "Contactos Personales" muy curiosa. Está llevada seriamente por periodistas idóneos, y creo que significa mucho para aquellas personas con dificultades para relacionarse. Allí compruebo, una vez más, que la soledad hace estragos, silenciosamente. Los pedidos se pasan al aire, a veces emitidos por los interesados, que restringen obviamente sus datos y dejan sus números telefónicos o sus e-mails. Es fácil advertir la esperanza, la ansiedad, la necesidad de hallar a alguien, en el temblor de las voces y en las equivocaciones y repeticiones. La variedad de los solicitantes es infinita. Las pretensiones, lo mismo. Pero uno de esos "avisos" me llamó la atención: un hombre de mediana edad, solvente, alto, delgado, canoso, educado, soltero, quería establecer relaciones ocasionales y libres de compromiso, con mujeres de hasta cincuenta años que fueran gordísimas. Ésa fue la única condición que puso. Su pedido terminó así: "Mujeres gordas, gordísimas. Menos de ciento cincuenta kilos, abstenerse, por favor."
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No tengo necesidad de entender los textos de las baladas que canta Billie Holiday. El inglés no es mi fuerte, y además, creo que, en general, esos textos son bastante pobres. Pero cuando Billie Holiday canta "Body and Soul" o "Strange Fruit", la comprendo a ella, y hasta quiero creer que ella me comprende a mí.
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Uno me dijo que mis "Fragmentarios" son demasiado ácidos, desesperanzados, un tanto apocalípticos. Yo le pregunté cómo es el mundo en el que él habita. No me contestó nada.
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A veces he comprado un libro que ya tenía y aún no había leído. Pero también me ha pasado algo peor: comprar un libro que tenía y que ya había leído.
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¿Viste si en las plataformas políticas presentadas para las elecciones de hoy algún candidato, del nivel que fuere, consignó la obligatoriedad de marcar tarjeta en sus respectivos lugares como funcionarios, y el descuento de sus haberes por las faltas injustificadas? Entre nosotros, ¿cómo pueden descontarle un día a un maestro habiendo diputados y senadores que sólo aparecen en sus respectivas Cámaras el día de pago?
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La joven, solícita, se acerca al ciego y le pregunta "¿Querés que te ayude a cruzar la esquina?" y el ciego, enojado, le grita "¡No! ¡Me quitás la posibilidad de aprender a hacerlo solo!"
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Ahora me doy cuenta: ella no está, y es por eso que en esta ciudad no hay nadie.
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Los secuestradores tienen un empresario, al que saben rico, escondido en un aguantadero muy bien protegido. Llaman a la esposa exigiendo una enorme suma para liberarlo. La esposa les contesta que su marido no vale ni un centavo. Los secuestradores amenazan con matarlo si no accede. La esposa no les contesta absolutamente nada y deja de atender el teléfono. Los secuestradores, estupefactos, comienzan a sacar cuentas. Los gastos operativos se están elevando mucho. Matarlo gratis sería muy peligroso. Lo sueltan, y el empresario vuelve a su casa. Abraza a su mujer y le dice: "¡Querida, estuviste muy astuta! ¿qué les dijiste?" "La verdad, mi amor, sólo la verdad."
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