Miércoles, 21 de febrero de 2007 | Hoy
Por Marcelo Britos
Nerón se pierde en la bruma, pisoteando con las sandalias forradas de cotillón las hojas vestidas de rocío, se va masticando frases ilógicas, refregándose las burbujas que todavía trepan por su nariz; las burbujas de champagne barato que también perfuman las trenzas de caperucita que, metros delante de Nerón, trata de escabullirse, de escaparse de su insistencia. Pero también se deja ver, porque no todo es tan absoluto, ni su rechazo, ni su elección, ni la madrugada que todavía tiene manchas de noche y alguna estrella que resiste y el calor insoportable que abraza la frescura de la oscuridad y la va ahogando.
El Cristo pálido se sienta en el cordón y prueba si es tan irrompible el culo de la botella, una y otra vez, y se limpia con la lengua el mentón y la punta de los dedos que fueron alcanzados por una gota. Detrás de él, el cura se regodea con rumor de risa y labios cerrados para que su voz no llegue hasta caperucita, porque sabe que fue elegido, pero él eligió otras piernas y otra piel, o solamente no eligió a Caperucita que es tan extraña, tan frágil en su locura.
Así tan frágil está la niña punk, sobrada por los besos del bañista de época, que duda en cada roce, como si el pecado delante del Cristo y del Cura descamisado fuera pecado en serio, como si existiera un pecado, una culpa, una noche donde no hubo ni rezos, ni piedad, bastaba con mirar la lluvia que abatía los disfraces, los maquillajes, y como la piel la resistía y se contorneaba cada cuerpo, cada sonrisa y los ojos acariciados por ríos de sangre, rojos como el cielo de esa hora y por supuesto la música que los abrazaba a todos: a la noche, al agua, a los cabellos, a los gritos, y se llevaba todo en su cadencia de sonidos, en su ceremonia.
Ya el cavernícola fue alcanzado por una evolución conveniente y dejó su carbón y sus harapos para magrear a la hija del cacique. Todos se aferran al pasamanos del recuerdo más cercano, para que el olvido no se los lleve, para quedarse frente a la ventanilla donde se suceden retahílas de imágenes: La odalisca torcida sobre su cintura, los pies descalzos, los dos Guevaras, los secretos; se describen una y otra vez cada instantánea, como si fueran a cambiar, como si se echaran a suerte; y nunca va a pasar porque ya pasó, a pesar de ellos pasó, porque hay azar siempre que haya olvido.
Una mujer ya vestida de mujer de lo que inevitablemente es no puede borrarse las ojeras exageradas con hollín de corcho, y pudo ser novia, cadáver, borracha, o quizá todas las cosas, todos los disfraces, porque los disfraces son tanto deseo, tanto anhelo, tanto lo que queremos ser, lo que no podemos.
La bailarina de burlesque rescata al cura de las imprecaciones de Caperucita, contradiciendo como la noche toda razón y buena costumbre, y el cura le descubre sus piernas, que caen desde su alma y terminan en el miedo, donde a la vez empiezan los dedos esculpidos en sueños y terminan más arriba en un misterio; mientras Nerón, Cristo, y una prostituta grotesca se abrazan por el empedrado, cantando un tango de olvido y de fango.
Un hombre con antenas acecha a una india que ha recogido de todos un pedazo y lleva sus plumas, un corsé dorado, la mirada de una ninfa y zapatillas de baile; y el bañista de época llora a su víctima que ha quedado sepultada entre varios muros infranqueables de zaguanes y de patios.
La mañana ya es mañana, la luz descubre las arrugas y las venas azuladas, y son otros los que batallan en las sombras de las persianas, perpetuando la noche y la nostalgia, hasta que el alcohol se evapore con el celo y la primera tarde.
El lunes serán personas: Cristo al cielo, Nerón al infierno, el cura a sus mentiras, la bailarina a sus recuerdos, y el bañista de época no volverá a vencer al tiempo, sino hasta el próximo año, cuando quizá ella ya no sea tan niña, y sea hada, gitana, odalisca o una noche.
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