rosario

Miércoles, 28 de marzo de 2007

CONTRATAPA

Fragmentarios 67

 Por Mario Alberto Perone

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La política es la guerra por otros medios.

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La primera cárcel es el cuerpo. Se nace metido en ella, y se estará allí hasta que se cumpla la pena capital. (A propósito, qué significativas estas dos palabras: "pena" y "capital", ¿no te parece?). Estuvo muy cerca de tu ser el jurado que te condenó. Tan cerca que más no podría haber estado. Cuando asomaste tu cara al mundo, lo hiciste metido en una cárcel portátil, dentro de la cual tendrás que arreglarte toda tu vida. Qué diferente era la otra, la primera, una cárcel confortable y blanda, protectora y alimenticia. Te saciabas allí, sin que necesitaras pedirlo. Te acomodabas como querías y no deseaste nunca abandonar ese bienestar. En esa cárcel te cuidaban, tal como debería suceder en todas las cárceles. Pero llega el momento en que tendrás que hacerte cargo de la tuya, deberás cuidar, proteger, alimentar y curar esa cárcel en la que estarás metido todo el tiempo ( al tiempo tuyo me refiero). Tu cuerpo es portátil, vas a todas partes con él y lo expones a riesgos diversos, con diversa suerte. También puede suceder que alguien, cualquiera, deje abierta la puerta de tu cárcel, a propósito o por accidente, lo que determinaría la culminación de ese tiempo que, ingenuamente, creíste tuyo. Y también puede suceder que, como tienes la llave en tu poder, seas tu propio buen carcelero, que abre de par en par la única puerta: la de salida. Es cuando descubres que, hasta entonces, te habías creído inmortal. Ojalá ese descubrimiento sea lo más tardío posible, porque es dulce y tranquilizador vivir la mayor parte de la vida felizmente engañado al respecto.

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¿Dónde se conseguirá ese "segundo aire" que buscan los boxeadores, sobre todo los más vapuleados? No me vendría mal un poco de eso. No fui boxeador, pero sí vapuleado durante mi ya largo "match" contra la nada. Sin ese "segundo aire", es más que seguro que pierdo por "knock out" en el primer "round".

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Mi amigo Rodolfo Hodgers, rudo crítico de todo lo que se ponga a su alcance, me dice, con su habitual crueldad, que está harto de mis "fragmentarios". Agrega que todo el mundo (el mundo conocido) adopta esa forma literaria. Yo le doy la razón. Es decir, no se la doy, porque ya la tiene. Pero le explico que, siendo una forma que me resulta tan cómoda que ya parece un vicio, el sólo pensar que debería escribir una página entera sin cortes me inhibe por completo. Me horrorizaría a mí primero, después de escribirla, y a los lectores, después de leerla.

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Estoy desaprendiendo la caligrafía, esa bella materia que aprendí de niño. La PC y la edad endurecen mis manos. Es decir, estoy retrocediendo a la niñez, dentro de este viejo armazón que arrasó largamente aquellos años luminosos.

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Estoy sentado en el café, tratando de decidir si vengo a buscar un ambiente donde me atienden de un modo impecable las jóvenes mozas del "Nurias", o si la enorme abundancia de libros de "Hommo Sapiens" es la que me produce un profundo bienestar. En mi mesa hay tres sillas. A una la ocupo yo y las otras están libres por el momento. Siempre llega alguien a compartir conmigo una charla y el café. En la mesa de al lado se acomoda una familia. Un adolescente, sin mirarme ni pedírmela, me saca una silla. Yo engancho la silla con un pie y lo obligo a dejarla en su lugar. "Está ocupada" le digo secamente. Entonces un hombre que hasta entonces parecía ajeno a la escena, se vuelve y me pregunta: "Si se la pido yo, ¿me la daría?" Le contesto, más secamente aún: "No." Se vuelve a los suyos y busca otra silla, entre las tantas disponibles que había cerca. Trato de mantener un rostro serio, severo, mientras pienso que pude haber estado al borde de un gran escándalo. Por mucho menos que eso, he visto agarrarse a piñas a dos parroquianos que se disputaban un diario. Mis sillas permanecieron vacías todo el tiempo. Hoy mis amigos me han abandonado. Al irse, el hombre me miró despreciativamente, como evaluando si valía la pena ocuparse del asunto. Pero se fueron y yo recuperé la tranquilidad y normalicé mi taquicardia.

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Llego de improviso a la casa de una pareja amiga. Me reciben inusualmente serios, con sus caras enrojecidas y buscando las palabras apropiadas para la ocasión, que les costaba encontrar. Una vez más, cometo la misma imprudencia de no llamarlos antes. Con la primera excusa que se me ocurrió, los saludé y me fui. Jamás sabré si he interrumpido una gozosa tarde pródiga en íntimos placeres, lo que sería verdaderamente imperdonable, o una dura tarde de furia recíproca, repleta de agresividad, tanto o más íntima que la posibilidad anterior, y por consiguiente, más imperdonable.

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