Lunes, 7 de noviembre de 2005 | Hoy
Por Sonia Catela
Sin anuncios previos se descolgó este diario e incómodo tráfico de visitas desfilando por mi cuarto. Mi primo Tito, por ejemplo, cuando golpeó a la puerta, el primero; "pero ¿qué hacés aquí?" solté, tanto como pude decir "no creo en los muertos ni en los médiums, ni en la resurrección de la carne" porque a Tito lo enterramos hace dos años en El Salvador entre coronas de crisantemos y llantos de circunstantes, "pero vos esa tarde no fuiste", reprocha mi ausencia en su velorio, "tenía clases, Tito", "ah, las clases vienen antes que yo", husmeó un poco y me reclamó la devolución de su reproductor de CD, "se rompió, primo" él extrañaba su música que estaba en el aparato (y también en los juegos de manos que compartíamos debajo de la cama a los ocho años, conciertos concertistas), me apresto a obtener mayores precisiones sobre el más allá pero sin preaviso Tito se desvanece como si viniera puntualmente a acusarme: "¿viste? las almas existen, yo atestiguo el más allá y la vida luego de las paladas de tierra", refutando no sólo mis postulados, sino a mí, entera, con filosofías y porfías; a la diez de la mañana siguiente, tío Lucho, a quien apenas había conocido, se sentaba de espaldas erguidas a admirarse como protagonista de su sepelio en el álbum de fotos: "me jodieron los de la Mutual", se quejó, "hay menos autos de los que fijaba la póliza", y decidido a una inspección del cumplimiento de las cláusulas del contrato mortuorio, me reclamó una minuciosa descripción del féretro, manijas, material, dimensiones, color del forro, a ver si encuadraba; no, no encajaba en lo pactado.
"Andá y asustalos, tío", aconsejé; "este país no tiene remedio", consignó y reclamó la plata que había dejado en sus cuentas bancarias, como si pensara reinstalarse en este mundo que había abandonado según certificado médico y juicios sucesorios; busqué y como muestra desplegué algunos billetes de diez pesos, me acusó de quererlo estafar como mi padre, aduje que se arreglara con sus hermanos y qué quería decir con lo de mi padre, se puso rojo como si fuera a darle otro ataque igual al que lo volvió difunto, me apuré con lo que me importaba: "tío, qué hay de Dios, de su sustancia y esencia", y traté de que empujara la respuesta antes de que la fatalidad lo retirara por segunda vez, ya púrpuras su cogote y sus mejillas hinchadas, "esto" se enfureció sobándose abajo y culminó el infarto. Se lo llevó como una ráfaga, con un billete entre las manos que no iba a servirle de nada y a mí acá sí, diez pesos idos y la intriga de si, ahora en más, iba a atender a toda la familia, convocada por alguna fisura en el espacio-tiempo que le permitía acudir a Gaboto y 25 de diciembre en apiñamiento navideño. "Así que vos sos la retobada que se hizo la rata a su comunión, vos, hereje ¿no?" y ya mi tía Rina se reía y me decía "bandida, dame un beso, revelaba: "¿y yo, que no me casé virgen... y nunca, pero nunca lo conté, che? shhh; marché de blanco al altar como una azucena intacta" Rina me codeó y se abalanzó sobre el tocador, tomó mis pinturas y se abocó a pintarrajearse delante del espejo, "¿y, existe?", "¿quién?","Dios", "¿a mí me preguntás? si yo no me meto en cuestiones... ¿cómo se dice? ¿parasicológicas?" "metafísicas, tía", "dejate de macanas" contestó la tía enchastrándose con rubor, rimmel y pan cake en dosis golosas, "tía, cómo puedo hacer para verlo a ... Perón, digamos", "decime vos cómo puedo hacer yo para cruzármelo al tipo", me tiró un gesto significativo y me volvió a codear, la conversación tomaba un carril de desvío y al abrir la boca para continuar con el tema en el que se la veía experta, tía Rina se volatilizaba dejándome saludos para mi padre ¿mi padre?.
Me planté a acomodar el desquicio de maquillajes, un desparramo sobre la cómoda. "¿Con quién hablabas, nena?", "¿Nos oíste?" "Como para no, con los gritos que pegaban, ¿vino alguna de tus amigas?", "Sí, mami, Luchi". Ah, se distrajo mi vieja recomendándome que usara algo de maquillaje porque con la cara lavada todo el tiempo jamás pescaría candidato alguno.
A la tarde, con cautela nombré en voz queda pero clara a Perón, luego al Che. Pero en lugar de atraer a esos líderes cayó la abuela Nina, "bon giorno"; le devolví el saludo, "un baccio, un baccio" exigió y quiso alzarme, se quejó del dolor de la columna y anduvo rebuscando, "tutto cambiato", "adezzo" nunca entendí italiano así que traduzco sus frases al tanteo; se puso a gatear por el cuarto y a revisar baldosas hasta que encontró la que correspondía, me pidió un "coltello" y con fuerzas literalmente sobrenaturales levantó mosaico y mampostería y alzó un cofrecito: rebosaba de oro, anillos, collares, medallas, "conque ahí tenías escondidas las alhajas, abuela", "sí, cara"; la vieja se enjoyó y apenas me permitió rozar el broche de brillantes que había constituido objeto de codicia mortal en la familia, "se apropian de las cosas de una en vida", "a una la entierran antes de tiempo", protestaba la abuela que había hecho lo mismo al estar de la versión revisionista de mamá, nuera que historia las maldades de toda suegra; cuando la interrogué sobre la existencia de Dios, la nona me recomendó que rezara todas las noches el padrenuestro, que comulgara una vez por mes y que no me portara como mi mamá; y punto: no agregaría nada más porque tenía sellados sus labios hasta la tumba, e hizo la seña del caso; me dejó pregunta en boca: "...pero, y Dios, su esencia, su unidad..."
"Qué pasó con esa baldosa" dijo mi madre entrando con la escoba, "nada pasó", "¿cómo, se movió sola?", "sí sola, mamá"; mamá no escucha las respuestas ajenas, por lo que repuso el mosaico en su lugar sin mayores trámites y yo marché a mi consultorio de psicóloga. A la noche apareció paseándose por mi cuarto la pobre Lucrecia; la pobre Lucrecia se había suicidado, no la conocí personalmente en vida, esposa de un tío segundo; la pobre Lucrecia enfiló hacia la biblioteca y buscó su cuaderno de poemas, ¿dónde lo habría arrumbado mamá? a la tres de la mañana no convenía indagar. Lucrecia escribía poemas, escribe poemas, enseguida llora "me rechazaron todos los editores, fracasé en todo". Suspiro. Esta mujer necesita terapia. Mi profesión me habilita a proporcionársela aunque ya no pueda impedir la decisión fatal que la llevó al veneno de ratas. La invito a que tome asiento; prometo buscarle su cuaderno de poemas. Y pregunto: ¿Creés en Dios? -¿Es que me tenés aquí de adorno? ¿no te interesan mis verdaderos problemas? ¿Vos también con eso?.
Suplico que hable, que deje fluir su conciencia. Rememora a su marido, para mí un pariente borroso: a su hombre lo flechó otra, lo llenó de calentura, lo condujo a la perdición, a escapadas extramaritales, llora llora la pobre Lucrecia, que siga, que saque la ponzoña que la carcome, eso la mejorará en este mundo y en el de ultratumba. Su marido, Manteca, engualichado por una parienta, liados en su misma casa, sin respeto por los sacramentos, lo que fue verlos, (pero de Dios, de su nombre, de su entidad, ni una palabra, esta mujer vomita el tratado universal de celos), "tu madre", gritó de pronto, "traidora, ruin, ella, la otra, la...". Antes de que dijera "puta", la convencí de que la sesión había terminado, que volviera al día siguiente. Y vino. Y otros.
Pierdo toda esperanza de develar algo teológico con esta procesión de ultratumba. No faltan en cambio, chismes de entrecasa, ruindades de alcoba, odios, confesiones de crímenes lejanos, quejas de toda calaña. Mantenemos sesiones obsesivas, monólogos que se reiteran; creo que no me servirá de mucho en el campo profesional por más que inaugure un inconfesable, secreto ejercicio espiritista de las premisas psicológicas de Freud. Mi homenaje a él.
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