Martes, 8 de noviembre de 2005 | Hoy
Por Daniel Fernández Lamothe
La ciudad no recibe a sus visitantes. Quizás nostálgica de aquellos a los que está acostumbrada y de los que vive, a estos visitantes no los recibe. Se abroquela, se acurruca, desconfía, esconde a sus habitantes. No parece ser odio. Es molestia y, sobre todo, miedo. Desmedido miedo sembrado, metido y mentido. La ciudad no está tranquila.
No sale a recibir a sus visitantes. Ni a unos ni a otros. Ni a los que llegan desde distintos puntos geográficos ni a quienes vienen desde dos puntos básicos y opuestos del pensamiento. La ciudad quiere negar que lo que está pasando está pasando. Porque lo que está pasando fue anunciado y propagandizado como grave, peligroso y, si no se tiene el debido cuidado, fatal.
No hay curiosidad que valga. Nadie asoma por ningún lado. Nadie espía desde las ventanas. Nadie en los balcones. Nadie comercia. Nadie hay, pareciera. Pero están, claro que están. Guardándose para la temporada estival. Tratando de superar este supuesto mal momento, que de todos modos es breve.
¿Será que les han anunciado un bombardeo masivo? ¿Será, quizá, que les han prevenido de una terrible epidemia? ¿Será que les pronosticaron una lluvia venenosa en esta mañana tormentosa?
¿Qué les ha pasado a los habitantes de la ciudad? ¿No son como los de las otras ciudades? Desde la calle no se puede creer tan exagerada precaución, tanta calle desierta, tanto negocio tapiado con cuanto cartón o cortina pudiera cubrir sus frentes. No es de noche, pero la oscuridad de esta ausencia forzada se hace fuerte.
Los visitantes oriundos de diversas latitudes pero ubicados en aquel punto del pensamiento tienen alfombra roja y honores de todo tipo. Satisfechas su sed, su hambre y su descanso son atendidos con especial deferencia. Entonces, puede observarse la presuntuosa sonrisa boba en algún rostro emblemático de entre esos visitantes. ¿Son los habitantes de la ciudad quienes los atienden con dedicada consideración? Desde la calle no se puede saber. Aunque se puede suponer que no, pues a los habitantes de la ciudad esto que está pasando les molesta. Los interrumpe en su cotidiano devenir, los trastorna, los impide. Y podría decirse que no les importa por qué pasa lo que está pasando ni para qué sirve, ni quien se beneficia ni quién se perjudica; sólo sucede que lo que está pasando molesta mucho, altera la tranquilidad de conciencia y hubiera sido mejor que eligieran otro lugar para hacer esto. ¿Por qué aquí? se preguntarán en la ciudad. Y se les puede contestar que por la misma razón por la cual tienen alegrías veraniegas.
No parece haber un único estado de ánimo entre los visitantes de aquel lado del pensamiento. Los hay de triunfo, los hay de derrota; pero también los hay de inventarse un triunfo y de negar la derrota. Dispares emociones que incluyen, seguramente, el desinterés de más de uno.
Los visitantes que llegaron desde distintos puntos geográficos pero reunidos en este lado del pensamiento no fueron recibidos de ninguna manera. Sólo llegaron, bajaron de los ómnibus que los transportaban, procuraron estirar las piernas después del largo viaje, intentaron proveerse de algún alimento, alguna bebida y ahí fracasaron rotundamente. Allí fueron objeto del castigo que les impuso la ciudad por haber osado penetrarla, por llegar a ella sin permiso. Nada esta abierto. Ninguna posibilidad de comprar siquiera agua, galletitas, pan, mucho menos cosas sofisticadas como fiambre. Pretender tomar un café con leche con medialunas resulta más utópico que la distribución de la riqueza. Más aún, cartones y maderas en las aberturas parecen señales que sentencian claramente "No insistan, no les vamos a vender ni a dar nada, váyanse a sus ciudades". No hay posibilidad, tampoco, de avisar a casa con un "llegamos y estamos bien". Todo cerrado, clausurado.
Entre la gente de este lado del pensamiento hay un espíritu festivo. Salvo el clima producto de alguna artera maniobra reaccionaria que, aunque un poco tarde, fue conjurada con tres originarios soplidos, todo huele a triunfo. Se les puso en la cara a los del otro lado una manera de lograr un mundo mejor para todos, sin exclusiones. Participó mucha gente, que escuchó a otra gente de sesudo, contundente, alentador y largo hablar. Todos los generadores de buenos ejemplos, históricos y actuales, fueron vivados reiteradamente y con entusiasmo. Había sed, había hambre, había cansancio, pero, a diferencia de la otra reunión, había unánime alegría, sensación del deber cumplido y un poco más de entusiasmo en torno al deber por cumplir.
En vuelos charter partieron los integrantes de la reunión del aquel lado del pensamiento. Guardaron sus papeles en sus portafolios, cerraron sus notebooks, apagaron sus celulares y regresaron a sus cubiles, físicamente satisfechos y cómodos.
En variados vehículos terrestres, los de este lado del pensamiento, emprendieron también el regreso a sus hogares. Mucho cántico, lindas y emotivas consignas, alegría. No importan las incomodidades a los que los sometió la ciudad, ya podrán parar en la ruta y procurarse un sándwich y una gaseosa. Tampoco será así. Seguramente hay una orden, una estúpida orden: "No hay ningún tipo de servicios para estos invasores". Los ómnibus llegan a paradores en la ruta que rápidamente apagan las luces y trancan las puertas. Un "tenemos orden de no despacharles nada" es la constante respuesta en cada lugar. Nadie dice quién dio esa orden, pero para asegurarla en cada parador hay un móvil policial, a su lado un agente acuna la Itaka en sus brazos. Así fue en toda la provincia donde está ubicada la ciudad. De ese modo, mientras con pompa y lujo se recibió a quienes querían imponer más pobreza y exclusión social en América, se castigó de una tonta forma a los que llegaron a la ciudad para saludar los intentos de justicia, independencia y unidad de los pueblos.
La ciudad los vio irse. Ambos sectores le produjeron miedo. Uno, por la amenaza de magnicidio, de brutales atentados misilísticos, de indiscriminados bombardeos, de esas malditas vallas que simbolizaban, además, la otra exclusión. El otro, porque se lo anunció vandálico, se lo propagandizó peligroso; pero sobre todo porque se lo sabía numeroso. Pero estos supuestos vándalos peligrosos hicieron sus respectivas marchas en paz. Los desmanes los produjeron esos muchachotes de siempre que no se sabe bien quiénes son, quién los manda, quién los financia; pero que siempre se meten con el mismo objetivo mercenario: hacer daño, desacreditar y provocar caos. Véanse los recientes episodios de Haedo y otros menos recientes como la última oleada de saqueos.
La ciudad ya respira tranquila. En comparación con los cataclismos que le pronosticaron, "la sacamos barata" dirá seguramente algún habitante que no sufrió los ataques de los provocadores profesionales.
La ciudad siente que ya pasó, que ya fue y que ahora hay que darle para adelante. Hay que salir de la oscuridad y preparar la temporada; ya llegan los turistas. La ciudad retoma la felicidad. Metidos cada uno en lo suyo, sus habitantes volverán a satisfacer sus necesidades, a sus trabajos; mirarán a su familia con la tranquilidad de quien logró capear la tormenta; aunque lo hayan hecho escondiéndose, mirándose el ombligo.
Una ciudad muestra lo que puede dar en los momentos anormales, no cotidianos. Esta es una ciudad que, ante las reuniones que la tuvieron como escenario, se mostró ingenua, sometida, egoísta, exageradamente medrosa, pero sobre todo muy poco feliz.
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