Martes, 5 de junio de 2007 | Hoy
Por Miguel Roig *
El encuentro sucedió cerca de mí. Es real. Me lo contó un amigo que escuchó el relato por boca de uno de los dos protagonistas.
Un hombre de mediana edad trabaja en una consultora bursátil. Mientras sigue el flujo de la información de los mercados en la computadora, se toma de tanto en tanto un recreo -mi amigo dice que el hombre usó esa palabra- para hurgar páginas en la red. Uno de sus vicios -el sustantivo también es del narrador y mi amigo, otra vez, lo deja en evidencia- es leer los chats de contactos personales. Rara vez entra: le genera cierto tedio sostener una charla banal, admite -o se excusa- sobre sexo a media mañana, además, este hombre -y ésta es una apreciación de mi amigo-, no tiene un sentido del humor abierto y carece de ironía. Convengamos que, aunque consideremos virtudes poseer ambos rasgos de la personalidad, no son necesarios para entrar y soltar tonterías en un chat, donde la mayoría de los adultos que participan parecen estar atascados en la pubertad, sostiene mi amigo. Una mañana -o una tarde, igual da-, el hombre, posiblemente aburrido por el flujo mudo de la información económica, se anima y entra con un nickname a un chat. Alguien le dice: hola. Él, contesta: hola. Y poco a poco, mientras las tiras del Ibex 35, el Nasdaq y la Kapitalistendom especulan con cifras, en un costado de la pantalla el hombre y una mujer virtual lo hacen con frases cortas que sueltan el tópico ramillete de aficiones, sugerencias y pequeñas confesiones. Pasan los días y el diálogo continúa: se citan a una hora determinada en el chat y comparten su intimidad en ese espacio virtual que es la esquina de una pantalla. Pero, se sabe, ese tipo de discursos es sostenido y alentado por un vector que irremediablemente avanza a un punto de cierre o de evolución. Las afinidades, la ya no encubierta pulsión de dar un paso audaz y el azar de vivir en la misma ciudad, Madrid, les llevan a pasar a una instancia superadora del lenguaje escrito, estimulante pero ciego para los cuerpos: dejemos que estos hablen; confabulan tácitamente y fijan un encuentro.
La escena es en un bar que, si nos atenemos a la circunstancia, será discreto y a la vez acogedor para una cita como la que se están imaginando. Pero esto no lo podemos saber como tampoco sabremos si hubo algún tipo de código para reconocerse; no pueden haber faltado, pero lo que sí sabemos -porque el hombre se ocupó de incluirlo en su relato a mi amigo- es que él llegó primero. Con lo cual la mujer, posiblemente, fue la primera en llevarse la sorpresa porque le vio antes que él se diera cuenta que ella tenía puesta su mirada sobre él, mientras daba un paso que no pudo detener a pesar de la evidencia.
Se juntan, al fin, supongamos que en la barra y se ven obligados a asumir primero, compartir después y finalmente resolver la consecuencia de saltar de la pantalla a la escena real. No sólo se conocen: ambos son los respectivos cónyuges de otro hombre ella, de otra mujer él y juntos, los cuatro, forman parte de un grupo de amigos más amplio, los cuales comparten a menudo comidas, fiestas, el alquiler de una casa en la Toscana o en la playa, en fin: la vida.
Vamos a dejarles solos un momento. Tienen tema y como ven, mucho más interesante y complejo que el que ocupaba sus mentes ese día desde el instante mismo de abrir los ojos por la mañana pensando en el encuentro vespertino.
El e-mail ha restituido una costumbre romántica, el relato epistolar. Pero con una diferencia sustancial. Aunque Virginia Woolf, por ejemplo, nos habla en Mrs. Dalloway de varios servicios de reparto de correo al día, con lo cual entonces, en el Londres previo a la Segunda Guerra se podía especular unas horas con una respuesta y relacionar esto, de alguna manera, con el correo electrónico, éste puede diluir aquel hiato y la irrupción del chat, decididamente tira por la borda todo antecedente: es tiempo real.
En un ensayo, Ricardo Piglia, citando a Manuel Puig, afirma que el inconsciente tiene la estructura de un folletín. El chat es una manera de convertir en experiencia la trama secreta que vamos construyendo. Una experiencia que moviliza todo el cuerpo, porque el relato del otro, al confluir con el de uno y convertirse en conversación virtual a través de la escritura, se transforma en una lectura somática: hay risas, nervios, excitación. Es el cuerpo el que lee.
El chat, de alguna manera, pone en acto el argumento del folletín que llevamos dentro. "Madame Bovary soy yo" ya lo pueden decir todos.
En Los tres entierros de Melquíades Estrada de Tommy Lee Jones y escrita por Guillermo Arriaga, Pete, el protagonista contrata a un mejicano ilegal, Melquíades, de quien se hace amigo. La acción transcurre en Texas, cerca de la frontera con Méjico, en el desierto poblado de ganado, guardias y violencia. Melquíades le cuenta a Pete su historia, le enseña una fotografía con su mujer y sus hijos y le pide algo: si muere, que lleve su cuerpo al pueblito de Méjico del que proviene y en el que está su familia. Ya sabemos que Melquíades va a morir y el trazo moral de Pete también nos lleva a suponer que llevará su cuerpo junto a los deudos. Lo que ignoramos, y Pete también, es que la historia que ha contado Melquíades es una fábula. No hay familia ni casa: el mapa que Pete tiene lo lleva a ninguna parte. Pero Pete no lo acepta y convierte ese sitio en un lugar mítico en el que entierra a Melquíades. Pete no tiene historia y se apropia de la de Melquíades, quien sí la tiene, y de una arquitectura tan perfecta que hasta cuenta con una fotografía para anclarla en la realidad.
Los tres entierros de Melquíades Estrada es la versión radical, extrema, de la práctica cotidiana de ponernos en el centro de una historia que no es la nuestra pero que necesitamos: un correlato de autoría propia que acompañe el devenir que nos toca y a cuya sintaxis no siempre accedemos.
Todos portamos una historia, un argumento que nos abriga de la intemperie existencial.
El chat, insisto, la convierte en experiencia incluyendo al otro. Al salir del chat y dar un paso más, como el del hombre y la mujer que están sentados en la barra del bar, al igual que en la historia de Pete y Melquíades, decididamente enterramos por una vez la muerte de lo cotidiano para que, al menos ocasionalmente, pase algo.
A todo esto, habíamos dejado a la pareja en el bar. Y allí habrá que dejarla ya que el relato de mi amigo centró todo en la anécdota que a esos dos les deparó el destino y no contó más. Parece de Corín Tellado, pero ocurrió: el folletín que llevamos dentro. Puestos a imaginar, a mi me hubiera gustado que el hombre no se hubiera encontrado con una amiga. Alberto Migré, por ejemplo, hubiera sentado en esa barra a su mujer.
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