Sábado, 16 de junio de 2007 | Hoy
Por Por Gary Vila Ortiz
Incómodo en su nuevo rol de ayudante de Nicanor Pérez, seguramente Fernando no revisó a fondo los papeles que me envió la semana pasada. Lo imagino algo ofuscado, frunciendo el ceño, inclinando las cejas hacia abajo (un gesto que heredó de su padre) mientras redactaba la nota con la que acompañó los documentos que le había confiado mi viejo amigo. Molesto por no poder encajar todas las piezas en su lugar (un vicio que heredó de su profesión), no advirtió que Nicanor había intercalado entre las confesiones del hombre que debe asesinarlo una serie de hojas manuscritas que cuentan otra historia, la del hallazgo de un cuaderno con apuntes por un personaje misterioso, que bien podría ser ese matador que aún no ha cumplido con su encargo. Así son las cosas, querido Fernando. Quizá para escribir las páginas de "Los criminales eruditos" y así completar el relato de las desventuras de don Nicanor Pérez sean imprescindibles los desvíos, los paréntesis, las digresiones que tanto disfruto y que a vos te provocan algunos módicos fastidios. Transcribo con fidelidad, sin agregar ni quitar una coma, los textos que Nicanor copió de ese cuaderno y mezcló con sus propios comentarios.
Dos comienzos. El de Paul Nizan en Aden Arabia y el de Nicholas Blake en La bestia debe morir. El primero provoca una lógica tristeza, pesada como un abedul, y unos cuantos interrogantes. El de Nicholas Blake que pensemos que siempre existe alguien detrás de otro alguien con el propósito de matarlo, sin conocerlo, sin tener la más remota idea de quién es.
Paul Nizan comienza así su novela: "Yo tenía veinte años. No permitiré que nadie diga que es la edad más hermosa de la vida...".
En cuanto a Blake, dice: "Voy a matar a un hombre. No sé cómo se llama, no sé dónde vive, no tengo idea de su aspecto. Pero voy a encontrarlo y lo mataré...".
Dos finales, en este caso del cine. El primero, el de La pasión de Juana de Arco, de Carl Dreyer (1928). El segundo, el de M, de Fritz Lang (1931).
Tres diálogos inquietantes. El del diablo con el soldado, en "La historia del soldado", de Igor Stravinsky; el del mismo diablo con el protagonista del segundo "Fausto" de Goethe; y el de un extraño demonio, civilizado y culto, que ofrece al músico del "Doktor Faustus", la última novela de Thomas Mann, un nuevo sistema musical, parecido, digamos sin entrar en polémicas, al dodecafonismo de Arnold Schoenberg.
Tres besos interminables, feroces, eróticamente al estilo de Hitchcock. El primero es el que Robert Cummings le da a Priscilla Lane en Saboteur (1942). El segundo es de Notorious (1946), en donde Ingrid Bergman besa a Cary Grant mientras tienen el teléfono en la mano para hablar con nadie. El último, el del mismo Cary Grant y la misma Priscilla Lane en Arsénico y encaje antiguo (1941), de Frank Capra.
(Alguien, otro entre tantos otros que habitan estas páginas deshabitadas, había encontrado el cuaderno, un cuaderno común, llamado "Mis apuntes", poco original pero no desacertado, en un cajón de una cómoda o un escritorio y lo había revisado; al muerto le importaría poco y a él tampoco le interesaba demasiado, pero tal vez en esas páginas, casi todas del estilo de las copiadas más arriba, pero no todas, estaban las claves del asunto, del asesinato ocurrido o no ocurrido pero sí de la desaparición segura y no por razones políticas, las claves, decía, de una historia de nueve años y pico acerca de la cual ya casi nadie se acordaba, y mucho menos del autor del cuaderno, claro. Él, ese otro, el que había descubierto el cuaderno, creía que no podía hacer nada, solamente investigar algunas cosas, ponerlas al descubierto si eso fuese posible y no mucho más. O por lo menos eso afirmaba en la libreta que llegó a mis manos por una cadena de casualidades que sería largo y aburrido enumerar. En las páginas de esa libreta de tapas azules había intercalado párrafos del cuaderno "Mis apuntes" con sus propias reflexiones. En algunos tramos del texto se lo notaba literalmente indignado de que hubiese tipos tan malvados en la historia, tan claramente malvados, capaces de cualquier cosa por el almuerzo de ese día o para pasar la noche con una mujer que según el ya muerto, o ya desaparecido, o nunca existente, era muy buena pero eso sí, después de una cuantas copas de aguardiente. En otras frases, en cambio, parecía algo más despreocupado y distante, como si fuera un rutinario entomólogo disecando una mosca. Sin embargo, siempre se imponía su curiosidad ante las páginas escritas, su deseo de resolver el misterio escondido en las palabras de alguien que ya no estaba.)
El sol sale cuando yo veo que comienza a iluminarse el edificio en construcción desde mi escritorio, entre las plantas del pequeño balcón (pequeño pero no tanto verde, sino esa especie de amarillo entre brumas inexistentes), edificio que espero que nunca se termine; que nunca se termine, rezo (o algo parecido al rezar), como si lo estuviese haciendo Kafka; sale el sol en el edificio y me siento a escribir en la vieja máquina que me ha prestado un amigo, una máquina que a veces imagino que se ha usado en el bunker de Hitler, aunque me parece que no debe ser posible y además no me importa demasiado, pero eso me divierte y escribo entonces unas líneas. A diferencia del escritorio mesa de Valery a las cinco de la mañana, este es un escritorio mínimo mucho más tarde. ¿Quién encontrará esto? ¿Quién lo encontrará? ¿Quién lo comprenderá? Este es un intento un tanto absurdo, pero es así como ocurrieron las cosas y no deseo contarlas de otra manera. Dejo en estos apuntes la verdad de lo que creo que pasó. El olor a basura que despedía todo o casi todo. Lo dejo para que lo entiendan algunos, los que puedan entenderlo sin confundirse. No para aquellos que prefieren una maligna mala interpretación de lo que ocurrió, de lo que al menos yo creo que ocurrió.
(En este sitio ese otro que mencioné, que puede ser cualquier otro, se detuvo y se hizo a sí mismo algunas preguntas. En el cuaderno no existía anotación alguna referida a hechos de los cuales hubiese pruebas irrefutables, ni nombres que hubieran tomado estado público. El otro, ese otro, pensó en la intención clara de esas ausencias. En cambio, razonaba, sí se mencionaban hechos absurdos y se los pormenorizaba de forma tal que se transformaban o pretendían transformarse en literatura. Y a continuación apuntaba un ejemplo).
Lo que se puede sufrir por esa locomotora de juguete Horney nunca vuelta a ver / es por el chico que fue y la tuvo en sus manos // el chico que fue y ya no es /// y por la insólita sensación que se podría tener ahora de poder tener la locomotora entre las manos //// lo que se sufre por aquel primer beso del adolescente que fue y ya no es ni podrá ser ///// es que la mujer besada ahora es polvo y ceniza y el adolescente una arruga un dolor una pregunta una ansiedad una espera que espera sin espera alguna....
(Ahora el otro, en la libreta de tapas azules que casi por azar llegó a mis manos junto a la confesión de un asesino que debía matarme, que debió haberme matado hace tiempo, intentaba desarrollar un confuso argumento para definir una especie de melancolía que no existe, transmitida en creer que todo puede repetirse, como si la historia fuese la vana repetición de las preguntas de la esfinge o el escondite debajo de la escalera donde él, el otro, jugaba lascivos equívocos sexuales con una prima hermana que sabía más que él pero sin saber nada en realidad. ¿Y qué tiene que ver esto con la investigación que se supone es el nudo de mi relato? Mucho y nada. ¿Cómo encajan el cuaderno "Mis apuntes", el muerto o desaparecido o nunca existente, el otro y la libreta de tapas azules en los textos de "Los criminales eruditos"? No lo sé. También ignoro quién escribió el último párrafo ¿el asesino, el muerto, el otro, yo mismo? de la libreta que guardo en el bolsillo de mi abrigo con los cigarros, el aparato para el asma, las llaves de una puerta que ya no puedo abrir, un papel arrugado, una foto borrosa de mister Wingren que quiero regalarle a Fernando cuando vuelva a verlo. Creo que no me importa demasiado).
Acerca de ciertos derrumbes se pueden pensar las cosas más disparatadas o hasta tener sentimientos nobles o de arrepentimiento, todo es posible mientras el derrumbe pruebe fehacientemente la extrema fragilidad de lo que somos o al menos de lo que creemos que somos.
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