Viernes, 22 de junio de 2007 | Hoy
Por Beatriz G. Suárez
Me pongo a pensar qué sería de mi vida sin el rollo de cocina. Podría concebirla sin mi casa, el barrio, algún trabajo, pero el roli la circunda de manera irremediable.
Alergia, milanesas, vidrios, vino desbordado, manchas en mantel, papel higiénico terminado, servilletas, limpia pantallas, vasos rotos, estantes, heladeras, estornudos.
Ni qué hablar del llanto y el moco tendido; el rollo traga angustia y desazón, mías y ajenas. A veces ya lo ofrezco como algo que formara parte de mi misma.
Hay uno en el auto, en la cartera, cocina, comedor, living y computadora. En todos lados puede existir algo que el rollo tenga que comerse. Un aceite, un puré, un catarro, un sudor, un polvito del techo, el cuchillo para la fruta, la cucharita de café, el teléfono infectado de tanta conversación.
Nunca vi algo así, una sustancia en la que puedan derivar otras sustancias, un sitio capaz de hacer desaparecer.
Suele caerse en el piso baldeado e hincharse hasta no servir, entonces me entristezco por verlo inútil luego de suponerlo un salvador de circunstancias.
Antes usábamos pañuelos de hombre para soplar la nariz, y servilletas si venían invitados, repasadores y toallas hacían la cosa, todo con mugre depositada en el lavarropas, reciclando porquerías adentro del hogar.
Hoy este noble papel ejerce una magia necesaria para que lo que sobra no sobre, que lo sucio no exista, que se expiren las penas una vez en el tacho.
No me importan el duelo y la tragedia ni comenzar a llorar a medianoche. No me interesa el peor ataque. A segundo plano pasa el abandono doloroso, el entierro, la viuda. Si hay roli.
El rollo se ganó el lugar. Vienen de a seis para que nunca falte, ni la emoción del ganador ni cuando el desempañador no anda, ni si no se pasó el trapo a la mesa o falta papel en el baño público.
Otro rollo vino al lugar del mío, el amor que le tengo es muy grande, estoy agradecida porque su naturaleza de tisú se enfrenta a mis obsesiones y logra calmarlas. Suben por él líquidos indeseables y mi tranquilidad aumenta. Dejo de ver el universo libre o la entropía de sus aguas; suben los elementos por el camino que les marca, se embeben por ahí como en una ruta alternativa y yo quedo entonces un poco limpia, un poco lisa.
Yo quedo lisa.
Qué sería de mi existir sin rollos, dejando raciones en la mesa, sin poder levantar imprevistos del suelo. Están para el momento que chorrea, alzando moléculas equivocadas, floreros que rebalsan de tanto aniversario, masculinidad en gotas en torno al inodoro, que permanecen críticas e inmóviles; el rollo saca lo que está afuera, el sobrante, permite que la cuenta cierre, ordena el pensamiento, limpia el anillo de oro y, al verse, evita infidelidades, repasa el cuadro, entretiene a la soda cuando queda en exilio de algún borracho.
También es señalador, anotador de urgencia, lleva poemas de bares, direcciones, teléfonos, recetas de cocina. Contiene kerosén de la última estufa, sombra de Avon, crema de limpieza, sangre mientras las heridas cierran, caca a raudales en la Rosario de los perros, tinta, siliconas, grasa de los mecánicos. En el nido de amor limpia la mano y la boca, en el beso el rouge que devendría escándalo, en la mesa del restaurante favorece propinas y en la propia cocina le da belleza al plato desprolijo.
Me acompaña de la noche a la mañana, me seco, me saco, me paso, me sueno, me limpio, me arreglo, me pongo, me corro; están en mis curiosas evidencias hasta esconder lo que no anda.
Los rollos, los que previenen la carne viva, que participan en los trámites del amor, sacando el chocolate fundido del después, esconden el ímpetu de algunas situaciones. (Cuantos eucaliptos habré usado con mis mocos).
Y terminan sus servicios en la basura, zumbando excelencia debajo de la tierra.
Los miro con nostalgia empapados de mí hasta que en el container desaparece la historia.
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