Miércoles, 18 de julio de 2007 | Hoy
Por Miriam Cairo
Variaciones. Mientras más me acerco a tu cuerpo, menos necesario resulta lo que me rodea. Con la cabeza ya perdida y la imaginación ociosa, llego al último círculo, al núcleo mágico, a la caldera del pensamiento. El espejismo es un mundo hecho sin lágrimas. Dueña de tu asombro por mi manera de hacer y de nombrar, erijo la íntima majestad. Alimento tu atención con la memoria de otros sueños, pero vueltos a ser, frescos, como si recién los hubiera soñado.
El ajetreo. La abrumadora mayoría de mis retraimientos se deben a la contundencia onírica de mis convicciones. Vivir en los dos planos de la realidad produce un fuerte ajetreo anímico. El territorio del sueño exige un desprendimiento terrenal y las reglas de la vigilia desestiman todo lo que venga del sueño. Si mi naturaleza lo permitiera, no dudaría en quedar anudada al otro lado del espejo, pero no puedo volverme necia: cargo sobre mi espalda un nacimiento, una educación, una sociedad, una inclinación innata al miedo. Sin embargo, tampoco consigo estar por entero en el mundo de la vigilia, porque no puedo negar que veo, como pájaro cegado, los ojos espantados del silencio. Porque en ocasiones hago contacto con las criaturas del abismo y la noche es una desnudez perdida que frecuento.
Elegida por el exilio, destejo la memoria del sueño para no quedar fuera de la realidad. Luego desato las ligaduras vigilantes para penetrar sin amarras a lo irreal. Imposibilitada de pertenecer por entero a uno u otro universo, muy a menudo quedo sumergida en hondos pozos de incertidumbre. Vencida y esperanzada, ante un privilegio que se vuelve enfermedad, me interrogo ¿sólo la vigilia es realidad? O bien, ¿qué es la realidad?
Confesiones. No me ahorraré una sola fatiga. Una sola palabra. Un solo nombre. Esa luna amarilla que abre la boca y me pregunta por los pasos que has pisado como si lo ignorara todo, me provoca a responderle con diminutas mentiras resplandecientes.
Desnudo pensamiento. Yo insistía en que fuéramos amigos porque confiaba en la amistad. Pero a él no lo conformaba esa palabra sin ajetreo sexual: seamos amantes, insistía. No me pude resistir a la tentación de ostentar un título tan marginal. Si me hubiera propuesto matrimonio, me habría herido, habría destruido todos los sueños que él mismo había inspirado.
Convencidos de la necesidad de eludir el esfuerzo que suele estancar la fluidez de todo vínculo y amortajar la vivacidad del cuerpo, ser amantes resultó una relación comprometida con el deleite de su causa.
Con sumo cuidado planeábamos el momento del encuentro, al que cada uno arribaba con su propio enredo de astros. Inmediatamente abríamos una brecha en el corazón del mundo. Un círculo de hostia consagrada donde el cuerpo se hacía desnudo pensamiento.
Para no parecernos en nada a lo conocido, evitamos cumplimentar el formulario de las visitas obligatorias, la regularidad de la frecuencia, el rictus de la llamada diaria. Nos centramos en los minutos en desmedro de las horas. Preferimos ciertos días a las enormes semanas. A fuerza de privilegiar los instantes construimos el delicado soplo de la eternidad.
Afirmados en la orilla de la historia, diminutos en un camino de hormigas, sin pretensiones pero con sueños, sin garantías pero con felicidad, montábamos nuestro caballo cosido de audacias y candores.
Resplandor. El refugio de cuatro paredes donde me encerré se transformó en un mar del que bebían las nubes. Fui a intentar allí algo diferente de mí misma. Buscaba en las nieblas del porvenir las manos de la noche temblando sobre el pecho hirviente de la luna. Sostenía las escaleras desde donde descendía la altura aunque no hiciera falta. La silenciosa señal del horizonte me volvía tan tenue, que los golpes del propio corazón me parecían lejanísimos. Habría podido morir de bienestar, pero abrí las puertas hacia el mundo y la boca se me llenó de humo.
La mordedura. El hombre o la sombra que se aproxima, anuncia un festivo subir y bajar. Juntos descendemos hacia la cavidad lunar donde los errores cometidos se vuelven más necesarios que los aciertos festejados.
Con ese hombre o esa sombra, vuelvo a subir los precipicios, hábil, ante su mirada. No pierdo el camino ni la intrepidez porque su corazón me orienta y me estimula.
No sé de dónde nace él o su sombra. Y ya no recuerdo que he sido llevada y traída entre abismos porque ese hombre mata y no sé con qué. Abruma y no sé con qué. Asfixia y no sé con qué. Tan vivaz me he vuelto que no le tengo miedo a no saber.
Estoy lejos de los límites comunes. No puedo detenerme. Ese hombre o su sombra me llama y yo acudo porque ansío ser mordida por su serpiente sin alas.
Bebida. Que estás allí, en el mundo, es un hecho. Pero ¿te hago falta cada vez que dejás sobre la mesa los brazos cansados? ¿Soy necesaria para darte de beber el delicado sorbo de universo? ¿alcanza la fotografía de mi goce como testimonio de tu calidez y tu erotismo? Yo recorro entre líneas todo lo que no escribo. Me doy cuenta de que desmigajás tu corazón y se lo das de comer al primer pájaro, pero ¿sabés que detrás de esos ojos que te miran no hay nadie? No creas en el recorrido que estás obligado a repetir día tras día. No permitas que te alimenten de la fuente del reclamo. Pero sobre todo, no esperes que la obsoleta máquina de la costumbre improvise una fatalidad que te libere.
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