Miércoles, 15 de agosto de 2007 | Hoy
Por Jorge Isaías
No sé si El Kelo se lo merece, pero he pensado algunas veces en escribirle un libro entero para él. El sonido de su nombre siempre hace estallar súbitamente la infancia, la del lienzo blanco, percudido, provisorio.
La infancia con el barrilete orgulloso, multicolor, bramando en lo alto del cielo más hermoso del planeta. Ojalá El Kelo leyera estas palabras que quieren ponerlo definitivamente cercado, límpido, casi en fuga desesperada contra la acechada muerte. Tal vez ese loco nunca llegue a enterarse que no le he perdonado la incumplida promesa del autito, pero siempre agradecí el equipo de fútbol estrenado en un partido que perdimos.
No hubo juguetes en mi infancia. Pero no faltó la honda asustadora de pájaros y un cuzco seguidor y fiel, todo de blanco. Y los inviernos eran duros, aunque la cocinita a leña quemaba su buen fuego, mientras asábamos apetecidas batatas en su ceniza acogedora y humilde.
Cuando El Kelo venía el pueblo era una fiesta. Su risa de grandes dientes que el agua de otros ríos y el tabaco fueron amarillentando, pugnaba por romper la modorra empecinada de mi pueblo. Me gustaba ver a mi padre con sus muchos hermanos hablando de cosechas, de fenecidas cacerías infantiles y del calibre y la potencia de las armas. Con bastante frecuencia me llevaban de caza, en aquel tiempo tan hermoso.
Yo, con mi bolsito recogedor de perdices muertas y mi afán de cazador incipiente pedía al Aurelio en mi entusiasmo alguna vez prestada la escopeta. ¿Y quién duda que fui un David Crocket en un horizonte de alfalfa?
Y en estampido sin rumbo más de una vez asusté la distracción de una liebre junto a las vías rodeadas de gorriones y de yuyos.
Al regresar El Kelo hablaba de sus viajes. Incitaba a la aventura. Esa vida azarosa, de grandes horizontes marinos, incendiados crepúsculos, derrotados azahares que obsequiaba a sus novias. Regalaba con generosidad a esas muchachas consecuentes, de ojos soñadores, empañados por una vida monótona y ajena, allí reinaban las agujas, la lana de invierno, la oscura magnolia que se riega en los veranos y aquellos altos peinados que hoy miramos en las fotografías con cierta nostalgia, tal vez porque así se peinaban nuestras tías.
Pero déjenme que les cuente ahora y si es posible aventando la nostalgia y los pesares, de la belleza de Teresa Laura, la menor de mis tías quien siempre me tuvo preferencia. Era muy hermosa, estaba llena de énfasis y estaba llena de vida y amó la declinada luz de los crepúsculos y el fervor amarillo del Otoño y la risa clara, inocente de sus hijos. Pero al cumplir cuarenta años nos dejaba. Como una moneda que se pierde en el barro su sonrisa dejó súbitamente de brillar.
Déjenme que cante ahora que sus huesos fueron comidos por la muerte, yo que nunca soporté lo irreversible, no me resigno ahora, qué quieren que les diga. Odio la muerte. Siempre amé la espiga.
Un poco mayor es mi tío Eduardo. Extremadamente tímido, el Ñato Isaías compartió tantas travesuras infantiles y tantos días de caza y tanto fútbol conmigo y con Aurelio.
Lo trajeron desde mil kilómetros, desnudo, envuelto apenas en una sábana neutra de hospital, con las uñas llenas de arena. Hacía veinte años que la familia nada sabía de él. Yo no lo vi, pero dicen que tenía el cabello quemado por el sol, el viento y la sal marina de aquella ciudad costera donde al parecer vivió.
Me dijeron además que su cara era de asombro, de placidez, otros dicen que de hastío. Yo no sé.
Pensaba escribirle al Kelo, porque siempre dicen que a él la muerte no lo encontrará dormido y mucho menos sin mujer y sin vino. Yo siempre pensé que el destino me lo pondría alguna vez enfrente. Y pensé que tal vez alguna tarde al doblar una esquina lo viera con su mameluco descolorido manejar orondo, alguno de esos autos increíbles, que yo siempre le conocí por fotografías y que tal vez podría oír su risotada quebrando como un cuchillo el tráfago del día.
Pero no. los años pasan y uno ya no sabe si volverá a verlo un día, si vive, si alguna vez se enterará que yo le escribo o si seguirá incansable transitando todos los caminos.
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