Domingo, 17 de febrero de 2013 | Hoy
Por Pablo Bilsky
Una bruma baja, como un humo helado, sedoso y muy volátil, oculta los edificios que rodean las ocho hectáreas adoquinadas de la Place de la Concorde. La punta dorada del obelisco de Luxor, justo en el centro del enorme espacio octogonal, apenas logra interrumpir la fosca blancura que flota cerca del cielo invernal, bajo, amenazante.
"Cuidado. Cruce en dos tiempos", advierte el letrero ubicado junto a los dos semáforos negros que ordenan la circulación. Y efectivamente, cruzar esa inmensa explanada es una verdadera aventura. Los peatones suelen emprender una breve carrera, dando lugar a un espontáneo maratón.
Y esta escena, que se repite todos los días, se puede reencontrar, detenida en un instante eterno, no muy lejos de allí. Con sólo llegarse hasta el Hôtel de Ville, el impactante edificio cerca del Sena y de Notre Dame, es posible observar una imagen idéntica. La exposición del fotógrafo Robert Doisneau "París en libertad" ofrece imágenes de los rincones más deliciosos de la ciudad, vistos a través de la mirada y el imaginario del gran cronista de la vida cotidiana parisina.
La muestra de Doisneau efectivamente está allí. Se entremezcla, con naturalidad, con el resto del devenir cotidiano de París. Se pasea entre lo real, pero lo hace como una ensoñación, un espectro de otro tiempo que nos trae imágenes que también son de otros tiempos. Está allí, como la presencia de lo ausente, aquello ido y presente a la vez.
"Hay en París unos espacios malditos. El paso reservado para los transeúntes en la Concordia se encuentra sobre el emplazamiento donde hace dos siglos se levantaba la guillotina. Hoy, ciertas personas extremadamente ágiles consiguen escapar de la jauría de los automóviles", señala el texto de Doisneau que acompaña una de las fotos. Y entonces es posible imaginar que esas ágiles personas, además de huir de la jauría mecánica, corren esquivando fantasmas.
En ese mismo sitio, durante la Revolución Francesa, se cortaron 1.119 cabezas humanas. La última reina de Francia, María Antonieta, fue llevada hasta allí desde el elegante edificio gótico de la Conciergerie, para ser ejecutada.
Se establece una relación compleja, no meramente especular, entre las imágenes captadas por Doisneau y las que el visitante de la muestra puede captar por sí mismo al salir de la sala. El propio edificio del Hôtel de Ville, construido entre los siglos XVI y XVII y ampliado durante el XIX, ofrece un espectáculo sobrecogedor con sus 108 estatuas que representan a importantes personajes.
Apenas llega la hora de las sombras, muy temprano en las tardes invernales, estas figuras parecen flotar en el aire, y adquieren un aspecto fantasmal, enmarcadas en los tonos de grises y azules de las nubes bajas. Los cielos invernales de París están habitados por toda clase de alegorías, figuras e inscripciones.
Desfile
Solos en medio de la ciudad que bulle a sus pies, una caterva de seres de la noche acecha desde las alturas. Escapadas de los bestiarios medievales y los entresijos del infierno, la gárgolas asoman, heladas, como profiriendo un trágico grito silencioso, entre las molduras de la catedral de Notre Dame. Parecen comandar el ejército espectral. Pero lo hacen en silencio, burlándose de su propio nombre, que hace referencia a un sonido.
Los fantasmas del invierno parisino deambulan en calma. Enrolados en una estantigua diseñada por ValleInclán, se refugian en los pasajes comerciales del siglo XIX que todavía quedan en París. Allí buscan algún rincón pequeño y absurdo: una mueblería para casas de muñecas, un local de venta de bastones, un escaparate polvoriento que ofrece peines para bigotes postizos, el hotel donde vive Chopin.
Las galerías o pasajes comerciales de París conducen a otro espaciotiempo, tal como demostró Julio Cortázar en "El otro cielo". El filósofo alemán Walter Benjamín, que los recorrió y pensó con pasión, señaló que el nacimiento de estos espacios tuvo que ver con el esplendor de la burguesía, la especulación financiera, y el surgimiento del hierro como material de construcción.
"Por primera vez en la historia de la arquitectura aparece, con el hierro, un material de construcción artificial", señala Benjamín en El París de Baudelaire, trabajo que originalmente iba a formar parte de su monumental e inconcluso Libro de los pasajes.
El hierro, señala Benjamín, recibe su impulso definitivo durante el siglo XIX, cuando se comprueba que la locomotora sólo puede utilizarse sobre vías de este material. En un principio, se evitaba emplear el hierro en la construcción de viviendas. Se lo utilizaba en los pasajes, las estaciones de tren, las exposiciones, lugares por el que las personas pasan y las mercancías se muestran. El hierro está muy presente en París, cuyo símbolo máximo es una férrea alegoría del progreso, una Torre de Babel de 330 metros erizada de hierros y remaches, vestigio de la exposición universal de 1889. "Las exposiciones universales glorifican en valor de cambio de las mercancías", escribió Benjamin.
En invierno, la creación de Eiffel aparece tronchada, sitiada, acompañada por los temibles y habitados cielos bajos de París. La niebla la cubre, la acorta. "La niebla como consuelo de la soledad", señaló Benjamín.
También en el siglo XIX, junto a la introducción del hierro en la construcción, va creciendo la utilización del cristal. Los techos vidriados de las galerías comerciales dejan pasar la luz mezquina del invierno. Es una luz nimbada, arrobadora, como la de las catedrales. Pero en las galerías la divinidad devino mercancía, y el ominoso ojo de Dios, "el Dios ve" de las catedrales medievales, es hoy reemplazado por las cámaras de vigilancia: la burguesía ve.
Benjamín relaciona el fetichismo de la mercancía con lo fantasmático. La autoimagen que genera la sociedad productora de mercancías, afirma el filósofo, es fantasmagoría, espejismo, engaño. Por eso los fantasmas de París vuelven al redil, y se acurrucan en las sombras espesas de los pasajes comerciales de otros tiempos.
Allí descansan los espectros. O charlan con Colette y Balzac sobre el arte, la modernidad, el cine, la guerra. O se convierten en sombras más leves, o en sólidas esculturas, y se van a pasear por los jardines cercanos a la Comédie-Française, a merodear en el teatro donde trabaja Molière.
Tintineos
Cerca del teatro, apenas cae la tarde, en los jardines interiores del señorial Palais Royal, sede del Ministerio de Cultura y Comunicación de Francia, sonidos metálicos y tintineos vagos configuran una sinfonía minimalista al combinarse con aquellos que producen los chorros de agua de la fuente que está en el centro del lugar, repleto de sombras apenas rasgadas por la tenue luz de los faroles.
Figuras metálicas, esculturas vanguardistas emplazadas entre los senderos del jardín, gobernadas por el viento, emiten sonidos tenues que acompañan el andar de otras figuras, humanas, que se desplazan como sombras entre la luz que se cuela a través de las ventanas de las oficinas y la tenue claridad que emiten las luminarias.
Frente al lujoso café Lumierè del Hotel Scribe, los espectros suelen ser más impertinentes. Y hasta más audibles. Hace algunos años, en ese lugar, según cuenta la leyenda, el raro invento de unos hermanos asustó a la gente, que ganó las calles huyendo de una locomotora que se les venía encima. Hoy los fantasmas acompañan con sorna y chuf chuf a la tan asustada turba que corre, y corre, y corre, delante de la máquina asesina.
Bajo un gigantesco letrero que dice "Amour" una mujer muy vieja susurra y pide monedas. Nieva con intensidad. La mujer está acostada sobre la vereda, oculta bajo una bolsa de dormir, desordenadas ropas de abrigo, bolsos y otras pertenencias. Sostiene un vasito plástico, y tiembla.
El cartel es parte de la marquesina de un cine, y se refiere al título de la película de Michael Haneke protagonizada por JeanLouis Trintignant y Emmanuelle Riva. El film cuenta la historia de Anne y Georges, octogenarios que deben enfrentarse con la enfermedad, la abulia, el sinsentido de la existencia humana y la muerte.
No muy lejos de allí, un hombre sin hogar duerme sobre la rejilla del Metro, aferrado al aire grueso y cálido que parece provenir de las entrañas de la ciudad. Una mujer con grandes lentes de sol, cerca del Louvre, encontró refugio en una cabina de teléfonos.
Los muchos turistas que circulan por París hacen las veces de barrera contra el viento y la nieve que acosan a los que viven en las calles. Los visitantes, arrobados por los monumentos, parecen no ver a los sin hogar. Los rodean sin percibirlos, pero al menos los cubren, un rato, sin darse cuenta, mientras miran hacia lo alto.
"Subproducto de la circulación de la mercancía, la circulación humana considerada como consumo, el turismo, se reduce fundamentalmente al ocio de ir a ver aquello que ha llegado a ser banal", señaló Guy Debord en La sociedad del espectáculo.
La frecuentación de los lugares diferentes hace que dejen de serlo. Cuando se llega al lugar soñado, imaginado, queda abolida la distancia que habilita el deseo y la imaginación. Buscando lo nuevo se lo convierte en lo mismo.
"Lo nuevo es una cualidad independiente del valor de uso de la mercancía. Es el origen de la apariencia", reflexiona Benjamin en El París de Baudelaire. En el último poema de Las flores del mal, Baudelaire relaciona el viaje con la muerte: "Oh muerte, vieja capitana, ya es tiempo, levemos anclas".
Al turista apenas le quedaría, entonces, el "souvenir", el recuerdo de una vivencia. Para Benjamin, este camino también conduce a la muerte: el souvenir es una reliquia secularizada que viene del cadáver de una experiencia muerta llamada, eufemísticamente, vivencia.
Junto a la ciudad enorme y monumental, conviviendo con esa soberbia urbe de grandes volúmenes, hay otra ciudad de espacios más pequeños, más acotados, donde la distancia entre personas parece menor. Es una ciudad de veredas angostas, locales comerciales primorosos y bares pequeñitos con mesas más pequeñitas. Por allí desfilan personas que dan cuenta de la enorme diversidad humana que vivifica esta ciudad.
Por estos espacios circulan relatos de vida y pasiones de todo tipo. Jean, obrero metalúrgico de 41 años que se autodefine como "anarquista y nihilista", habla de la Segunda Guerra Mundial como si se refiriera a hechos ocurridos hace pocos días.
Pone mucho énfasis en marcar diferencias entre la actitud de los franceses que combatieron al invasor y aquellos que colaboraron con ellos, incluso delatando a sus compatriotas, y repite una y otra vez, con una muy particular entonación y un rictus de desprecio en el rostro, la palabra "indicateur" (delator) mientras degusta un sandwich al paso, de pie en la vereda, junto a un bar del barrio Latino, cerca de la Sorbona.
Frente al Centro Pompidou, sentada a una diminuta mesa en la terraza calefaccionada del bar "Le Cavalier Blue", Marie controla su correo electrónico en una notebook de plástico rosado. "Es mi color predilecto, en mi casa tengo muchas cosas de este color, todo tipo de cosas. Y es más, en Los Angeles tengo otra casa, frente al mar, que está pintada de ese color", contó la mujer dejando de lado la pantalla, a la espera de la llegada de un mensaje.
Marie, 50 años, dos hijos, es galerista y tiene entre manos un proyecto para realizar una instalación en uno de los puentes que cruzan el Sena. "La idea es llenar el puente de pequeños árboles de olivo con la intención de hacer un llamado a la paz", aseguró antes comenzar a comentar la muestra "Dalí" que había visitado en el Pompidou.
En la Place 18 de Juin de 1940, frente a las Galerías Lafayette del barrio Montparnasse, Danielle, de 45 años, toma un café al paso observando el cielo encapotado con gesto pensativo. A su alrededor bulle la zona más comercial de ese sector de París.
Como una mole negra que penetra el cielo igualmente oscuro, se destaca la torre de oficinas que lleva el nombre del barrio, una enorme construcción moderna de vidrios polarizados y 209 metros de altura. En ese mismo sector se encuentra, contrastando con la torre, el fragante mercado del barrio, parecido a un viejo enclave medieval.
Pero poco queda del viejo trazado medieval de París. Entre 1853 y 1870, el barón Georges-Eugène Haussmann demolió barrios enteros para realizar lo que se conoció como "embellecimiento estratégico".
Las estrechas callejuelas medievales fueron reemplazadas por grandes y anchos bulevares. En el siglo de las revueltas y revoluciones proletarias, la idea de las autoridades fue terminar con esos levantamientos, que tenían a la lucha de barricadas como la táctica fundamental. Los barrios obreros ya no serían inexpugnables. Los bellos bulevares abrieron el camino de las fuerzas de la represión hacia las barriadas proletarias. Y a la vez crearon un símbolo poderoso de toda Europa: detrás de la belleza deslumbrante, la sangre y el barro de la represión, el colonialismo, el imperialismo.
Danielle se dedica a tareas de limpieza, pese a que sufre problemas de columna, y afirma que no ve la hora de retirarse. "Por ahora es imposible", dijo con gesto resignado pero sonriente, justo cuando empezaba a nevar. La mujer comienza a desplegar su pequeño paraguas rojo mientras se aleja de la plaza a paso firme, en busca del Metro.
Sobre ella, en las alturas, como abrazando cada una de esas pequeñas historias personales que se desgranan en los rincón de la ciudad, el invierno de París se manifiesta en el aire arremolinado y frío que transporta cada vez más flecos de nieve.
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